miércoles, 6 de mayo de 2020

Tristes querellas en la vieja quinta (adaptación)



Julio Ramón Ribeyro

Cuando Memo García se mudó la quinta era nueva, sus muros estaban impecablemente pintados de rosa, las enredaderas eran apenas pequeñas matas que buscaban ávidamente el espacio y las palmeras de la entrada sobrepasaban con las justas la talla de un hombre corpulento. Años más tarde el césped se amarilló, las palmeras, al crecer, dominaron la avenida con su penacho de hojas polvorientas y manadas de gatos salvajes hicieron su madriguera entre la madreselva, las campanillas y la lluvia de oro. Memo entonces había ya perdido su abundante cabello oscuro, parte de sus dientes, su andar se hizo más lento y moroso, sus hábitos de solterón más reiterativos y prácticamente rituales.

Su vida, en una palabra, estaba definitivamente trazada. No esperaba de ella ninguna sorpresa. Sabía que dentro de diez o veinte años tendría que morirse y solo, además, como había vivido solo desde que desapareció su madre.

Pero, como es sabido, nada en esta vida está ganado ni adquirido. En el recodo más dulce e inocente de nuestro camino puede haber un áspid escondido. Y para Memo García los proyectos edénicos que se había forjado para su vejez se vieron alterados por la aparición de doña Francisca Morales.

Primero fue el ruido de un caño abierto, luego un canturreo, después un abrir y cerrar de cajones lo que le revelaron que había alguien en la pieza vecina, esa pieza desocupada cuyo silencio era uno de los fundamentos de su tranquilidad.

Le bastó verla para dar media vuelta y entrar nuevamente a su casa tirando la puerta, al mismo tiempo que ella lo imitaba. Apenas habían tenido tiempo para mirarse a los ojos, pero les había bastado ese fragmento de segundo para reconocerse, identificarse y odiarse.

Mal que bien comenzó a sospechar que se trataba de una vecina soportable, hasta la vez que se le ocurrió, como sucedía cada diez o quince días, escuchar una de sus óperas en su vitrola de cuerda. Apenas Caruso había atacado su aria preferida sintió en la pared un ruido seco. ¿Algún descuido de su vecina? Pero al poco rato el ruido se repitió y cuando Memo volvió a poner el disco los golpes se hicieron insistentes. “¿Va a quitar esa música de porquería?”

Una tarde vio llegar a doña Pancha con una enorme caja de cartón, que lo intrigó. Estuvo tentado primero de salir al corredor y espiarla por la ventana, pero finalmente optó por pegar el oído a la pared. La escuchó canturrear y deambular por la pieza desplazando muebles. Al poco rato una voz de hombre llenó la habitación vecina. Memo se desplomó en su sillón: ¡un aparato de radio!

Doña Pancha había descubierto un arma más poderosa que la música bailable: el radioteatro. Su habitación se llenó de exclamaciones, llantos, quejidos, mallas de una historia que se prolongaba de tarde en tarde y en la cual, mal que bien, Memo había terminado por reconocer algunos personajes siempre arruinados o atacados por enfermedades incurables, pero incapaces de morir. Como le pareció indecente enfrentar a Verdi con tales adefesios, hizo una inspección por una disquería y llegó cargado de viejas marchas militares. Desde entonces cada vez que doña Pancha prendía su aparato para sintonizar un episodio de su novela, Memo hacía sonar los clarines de la marcha de Uchumayo o los redobles de tambor de la carga de Junín. Fue una lucha grandiosa. Doña Pancha hacía esfuerzos inútiles por evitar que bombos y cornetas contaminaran el monólogo dramático de la hija abandonada o los lamentos del viejo padre ofendido en su honra. La equiparidad de fuerzas hizo que esta guerra fuera insostenible. Ambos terminaron por concluir un armisticio tácito. Memo fue paulatinamente acortando sus emisiones y bajando su volumen, lo mismo que doña Pancha. Al fin optaron por escuchar sus aparatos discretamente o por encenderlos cuando el vecino había salido. En definitiva, había sido un empate.

En esos días Memo había contratado a una muchacha para que viniera una vez a la semana a lavarle la ropa. Era casi una niña, un poco retardada y dura de oído. Cada vez que venía, Memo se instalaba en su sillón, cogía un libro de viajes y mientras la fámula laboraba la vigilaba con un aire paternal y jubilado.

Doña Pancha no se percató al comienzo de esta novedad. Pero a la tercera semana, al ver entrar donde su vecino a una mujer sola y permanecer allí largo rato, concibió un montaje obsceno, se sintió vicariamente ultrajada en su virtud y puso el grito en el cielo: “¡Véanlo pues al inocentón! Tiene su barragana. A la vejez viruelas. ¡Trae mujeres a su cuarto!”. “¡Silencio, boca de desagüe!”. “No me callaré. Si quiere hacer cochinadas, hágalas en la calle. Pero aquí no. Éste es un lugar decente”. “¡Zamba grosera, chitón!

Cuando se le atoró a doña Pancha el lavadero de la cocina. Por más esfuerzos que hizo no pudo reparar el desperfecto y se vio obligada a llamar a un gasfitero. Una tarde apareció un japonés con su maletín de trabajo. Memo supuso que era un artesano del barrio y sospechaba a qué venía, pero no quiso desperdiciar la oportunidad de vengarse. Cuando el obrero se fue, salió a la galería e imitando a sus tenores preferidos improvisó un aria completamente destemplada: “¡La vieja tiene un amante! ¡Trae un hombre a su casa! Un japonés además. ¡Y obrero! ¡Y en la iglesia se da golpes de pecho, la hipócrita! ¡Que se enteren todos aquí, doña Francisca viuda de Morales con un gasfitero!”. Doña Pancha ya estaba frente a él, más cerca que nunca. Cara contra cara, sin tocarse, gruñían, babeaban, enronquecían de insultos, se fulminaban con la mirada, buscando cada cual la palabra mortal, definitiva

Al día siguiente doña Pancha no salió de su cuarto. Memo esperó en vano verla regresar de misa o ir de compras para colocarle, de pasada, una de sus habituales estocadas. Saliendo al balcón, se atrevió a acercarse a la ventana de su vecina. Apenas vio su reflejo en los cristales dio un respingo. “Viejo idiota, ¿qué hace allí espiándome?”. “No estoy espiando a nadie. Ya le he dicho que el balcón es de todos los inquilinos”. “Ya que tiene usted dos patas, vaya a la botica y tráigame una aspirina”. “A la última persona que le haré un favor será a usted. Reviente, zamba sucia”. “No es un favor, pedazo de malcriado, es una orden. Si no me hace caso va a caer sobre usted la maldición de Dios”. “Esas maldiciones me importan un comino. Búsquese una sirvienta”.

Cuando regresó de la farmacia tocó la puerta de doña Francisca. “Un momento, cholo indecente, espere que me ponga la bata”. “¿Y cree que la voy a mirar? Lo último que se me ocurriría: ¡una chancha calata!”. La puerta se entreabrió y asomó por ella la mano de doña Pancha. Memo depositó el sobre con las aspirinas. “Un sol cincuenta. No va a querer además que le regale las medicinas”. “Ya lo sé, flaco avaro. Espere”. La mano volvió a asomar y arrojó al balcón un puñado de monedas. “¿Así me paga el servicio? ¡Sépalo ya, no cuente en adelante conmigo, muérase como una rata!”.

Pero esa noche cuando doña Pancha lo interpeló pidiéndole una taza de té caliente Memo, después de deshacerse en improperios, se la preparó. Esta vez la comunicación se efectuó a través de la ventana. Memo tuvo apenas tiempo de entrever el rostro de su vecina, ajado, sombrío, fláccido y violeta.

Al día siguiente, el departamento de su vecina estaba apagado. Memo se paseó delante de él taconeando fuerte sobre el enladrillado para hacer notar su presencia. Al fin, intrigado, se decidió a dar unos golpes en la puerta y como no obtuvo respuesta la empujó. Estaba sin picaporte y cedió. En la oscuridad avanzó unos pasos, tropezó con algo y cayó de bruces. “Vieja bruja, ¿así que, poniéndome zancadillas, ¿no?”. A gatas anduvo chocando con taburetes y mesas hasta que encontró el conmutador de una lámpara y alumbró. Doña Pancha estaba tirada de vientre en medio del piso, con un frasco en la mano. El vuelo de su camisón estaba levantado, dejando al descubierto un muslo inmensamente gordo, cruzado de venas abultadas. El primer impulso de Memo fue salir disparado, pero en la puerta se contuvo. Agachándose rozó con la mano ese cuerpo frío y rígido. En vano trató de levantarlo para llevarlo a la cama. Esos cien kilos de carne eran inamovibles.

En el resto del día y hasta la madrugada pasaron por el cuarto vecino policías, el médico forense, un sacerdote, algunos vecinos y dos monjitas que vistieron a la muerta. No hubo velatorio. Vino a llevarla al cementerio la carroza de los indigentes. Cuando en pleno día sacaban el ataúd de madera sin barnizar, Memo dudó si debía o no hacer acto de presencia. Estuvo a punto de ponerse el saco, pero finalmente por desidia o por terquedad renunció.

Y desde entonces lo vimos más solterón y solitario que nunca.

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