Julio Ramón Ribeyro
Cuando Memo García se mudó la quinta era nueva, sus muros estaban impecablemente pintados
de rosa, las enredaderas eran apenas pequeñas matas que buscaban ávidamente el
espacio y las palmeras de la entrada sobrepasaban con las justas la talla de un
hombre corpulento. Años más tarde el césped se amarilló, las palmeras, al
crecer, dominaron la avenida con su penacho
de hojas polvorientas y manadas de gatos salvajes hicieron su madriguera entre
la madreselva, las campanillas y la lluvia de oro. Memo entonces había ya
perdido su abundante cabello oscuro, parte de sus dientes, su andar se hizo más
lento y moroso, sus hábitos de solterón más reiterativos y prácticamente
rituales.
Su vida, en
una palabra, estaba definitivamente trazada. No esperaba de ella ninguna
sorpresa. Sabía que dentro de diez o veinte años tendría que morirse y solo,
además, como había vivido solo desde que desapareció su madre.
Pero, como
es sabido, nada en esta vida está ganado ni adquirido. En el recodo más dulce e inocente de nuestro
camino puede haber un áspid
escondido. Y para Memo García los proyectos edénicos que se había forjado para
su vejez se vieron alterados por la aparición de doña Francisca Morales.
Primero fue el ruido de un caño abierto, luego un canturreo, después un abrir y cerrar de cajones lo que le revelaron que había alguien en la pieza vecina, esa pieza desocupada cuyo silencio era uno de los fundamentos de su tranquilidad.
Le bastó
verla para dar media vuelta y entrar nuevamente a su casa tirando la puerta, al
mismo tiempo que ella lo imitaba. Apenas habían tenido tiempo para mirarse a
los ojos, pero les había bastado ese fragmento de segundo para reconocerse,
identificarse y odiarse.
Mal que bien
comenzó a sospechar que se trataba de una vecina soportable, hasta la vez que
se le ocurrió, como sucedía cada diez o quince días, escuchar una de sus óperas
en su vitrola de cuerda. Apenas Caruso
había atacado su aria preferida
sintió en la pared un ruido seco. ¿Algún descuido de su vecina? Pero al poco
rato el ruido se repitió y cuando Memo volvió a poner el disco los golpes se
hicieron insistentes. “¿Va a quitar esa música de porquería?”
Una tarde
vio llegar a doña Pancha con una enorme caja de cartón, que lo intrigó. Estuvo
tentado primero de salir al corredor y espiarla por la ventana, pero finalmente
optó por pegar el oído a la pared. La escuchó canturrear y deambular por la
pieza desplazando muebles. Al poco rato una voz de hombre llenó la habitación
vecina. Memo se desplomó en su sillón: ¡un aparato de radio!
Doña Pancha
había descubierto un arma más poderosa que la música bailable: el radioteatro.
Su habitación se llenó de exclamaciones, llantos, quejidos, mallas de una historia que se
prolongaba de tarde en tarde y en la cual, mal que bien, Memo había terminado
por reconocer algunos personajes siempre arruinados o atacados por enfermedades
incurables, pero incapaces de morir. Como le pareció indecente enfrentar a Verdi
con tales adefesios, hizo una
inspección por una disquería y llegó cargado de viejas marchas militares. Desde
entonces cada vez que doña Pancha prendía su aparato para sintonizar un
episodio de su novela, Memo hacía sonar los clarines de la marcha de Uchumayo o
los redobles de tambor de la carga de Junín. Fue una lucha grandiosa. Doña
Pancha hacía esfuerzos inútiles por evitar que bombos y cornetas contaminaran
el monólogo dramático de la hija abandonada o los lamentos del viejo padre
ofendido en su honra. La equiparidad de fuerzas hizo que esta guerra fuera
insostenible. Ambos terminaron por concluir un armisticio tácito. Memo fue paulatinamente acortando sus emisiones
y bajando su volumen, lo mismo que doña Pancha. Al fin optaron por escuchar sus
aparatos discretamente o por encenderlos cuando el vecino había salido. En
definitiva, había sido un empate.
En esos días
Memo había contratado a una muchacha para que viniera una vez a la semana a
lavarle la ropa. Era casi una niña, un poco retardada y dura de oído. Cada vez
que venía, Memo se instalaba en su sillón, cogía un libro de viajes y mientras
la fámula laboraba la vigilaba con
un aire paternal y jubilado.
Doña Pancha
no se percató al comienzo de esta novedad. Pero a la tercera semana, al ver
entrar donde su vecino a una mujer sola y permanecer allí largo rato, concibió
un montaje obsceno, se sintió
vicariamente ultrajada en su virtud y puso el grito en el cielo: “¡Véanlo pues
al inocentón! Tiene su barragana. A la vejez viruelas. ¡Trae mujeres a su
cuarto!”. “¡Silencio, boca de desagüe!”. “No me callaré. Si quiere hacer
cochinadas, hágalas en la calle. Pero aquí no. Éste es un lugar decente”.
“¡Zamba grosera, chitón!
Cuando se le
atoró a doña Pancha el lavadero de la cocina. Por más esfuerzos que hizo no
pudo reparar el desperfecto y se vio obligada a llamar a un gasfitero. Una
tarde apareció un japonés con su maletín de trabajo. Memo supuso que era un
artesano del barrio y sospechaba a qué venía, pero no quiso desperdiciar la
oportunidad de vengarse. Cuando el obrero se fue, salió a la galería e imitando
a sus tenores preferidos improvisó un aria completamente destemplada: “¡La
vieja tiene un amante! ¡Trae un hombre a su casa! Un japonés además. ¡Y obrero!
¡Y en la iglesia se da golpes de pecho, la hipócrita! ¡Que se enteren todos
aquí, doña Francisca viuda de Morales con un gasfitero!”. Doña Pancha ya estaba
frente a él, más cerca que nunca. Cara contra cara, sin tocarse, gruñían,
babeaban, enronquecían de insultos, se fulminaban con la mirada, buscando cada
cual la palabra mortal, definitiva
Al día
siguiente doña Pancha no salió de su cuarto. Memo esperó en vano verla regresar
de misa o ir de compras para colocarle, de pasada, una de sus habituales
estocadas. Saliendo al balcón, se atrevió a acercarse a la ventana de su
vecina. Apenas vio su reflejo en los cristales dio un respingo. “Viejo idiota,
¿qué hace allí espiándome?”. “No estoy espiando a nadie. Ya le he dicho que el
balcón es de todos los inquilinos”. “Ya que tiene usted dos patas, vaya a la
botica y tráigame una aspirina”. “A la última persona que le haré un favor será
a usted. Reviente, zamba sucia”. “No es un favor, pedazo de malcriado, es una
orden. Si no me hace caso va a caer sobre usted la maldición de Dios”. “Esas
maldiciones me importan un comino. Búsquese una sirvienta”.
Cuando
regresó de la farmacia tocó la puerta de doña Francisca. “Un momento, cholo
indecente, espere que me ponga la bata”. “¿Y cree que la voy a mirar? Lo último
que se me ocurriría: ¡una chancha calata!”. La puerta se entreabrió y asomó por
ella la mano de doña Pancha. Memo depositó el sobre con las aspirinas. “Un sol
cincuenta. No va a querer además que le regale las medicinas”. “Ya lo sé, flaco
avaro. Espere”. La mano volvió a asomar y arrojó al balcón un puñado de
monedas. “¿Así me paga el servicio? ¡Sépalo ya, no cuente en adelante conmigo,
muérase como una rata!”.
Pero esa noche
cuando doña Pancha lo interpeló pidiéndole una taza de té caliente Memo,
después de deshacerse en improperios, se la preparó. Esta vez la comunicación
se efectuó a través de la ventana. Memo tuvo apenas tiempo de entrever el
rostro de su vecina, ajado, sombrío, fláccido y violeta.
Al día
siguiente, el departamento de su vecina estaba apagado. Memo se paseó delante
de él taconeando fuerte sobre el enladrillado para hacer notar su presencia. Al
fin, intrigado, se decidió a dar unos golpes en la puerta y como no obtuvo
respuesta la empujó. Estaba sin picaporte y cedió. En la oscuridad avanzó unos
pasos, tropezó con algo y cayó de bruces. “Vieja bruja, ¿así que, poniéndome
zancadillas, ¿no?”. A gatas anduvo chocando con taburetes y mesas hasta que
encontró el conmutador de una lámpara y alumbró. Doña Pancha estaba tirada de
vientre en medio del piso, con un frasco en la mano. El vuelo de su camisón
estaba levantado, dejando al descubierto un muslo inmensamente gordo, cruzado
de venas abultadas. El primer impulso de Memo fue salir disparado, pero en la
puerta se contuvo. Agachándose rozó con la mano ese cuerpo frío y rígido. En
vano trató de levantarlo para llevarlo a la cama. Esos cien kilos de carne eran
inamovibles.
En el resto del
día y hasta la madrugada pasaron por el cuarto vecino policías, el médico forense,
un sacerdote, algunos vecinos y dos monjitas que vistieron a la muerta. No hubo
velatorio. Vino a llevarla al cementerio la carroza de los indigentes. Cuando
en pleno día sacaban el ataúd de madera sin barnizar, Memo dudó si debía o no
hacer acto de presencia. Estuvo a punto de ponerse el saco, pero finalmente por
desidia o por terquedad renunció.
Y desde
entonces lo vimos más solterón y solitario que nunca.
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