lunes, 21 de noviembre de 2011

José María Arguedas y la cuestión del mestizaje


Este trabajo se publicó en Amor y fuego. José María Arguedas 25 años después, DESCO, CEPES, SUR, Lima, 1995, editado por Maruja Martínez y Nelson Manrique.

Uno de los problemas más complejos abordados por la obra literaria y antropológica de José María Arguedas es el de la integración de las distintas vertientes de la sociedad peruana, profundamente escindida en realidades sociales, culturales, regionales y raciales muy diversas y, en algunos casos, contrapuestas. La obra arguediana, escrita en el período cuando la dominación gamonal sobre la población indígena de la sierra era una realidad viva e intensa, tiene en la búsqueda de alternativas a esta situación una de sus claves principales. El mestizaje constituye, para varios investigadores, una noción clave dentro de esta búsqueda: es entendido como la posibilidad de una integración armónica de elementos contrapuestos pero que no son, por su propia naturaleza, necesariamente irreductibles.

Esta opinión no es arbitraria. El propio Arguedas lo señala en sus escritos antropológicos tempranos como una tarea fundamental a desarrollar. Así, en el ensayo El complejo cultural en el Perú y el Primer Congreso de Peruanistas, publicado originalmente en la segunda entrega de la revista América Indígena, editada en México en 1952, afirmaba: «El estudio del mestizo es uno de los más importantes de los que la antropología está obligada a emprender en el Perú. Hasta el presente sólo se han escrito ensayos que contienen reflexiones sobre el problema; no se ha cumplido aún un verdadero plan de investigación en contacto con el hombre mismo». El texto es significativo porque en ese mismo momento él se encontraba desarrollando el trabajo de campo a partir del cual abordaría el estudio del tema en el Valle del Mantaro.

El discurso del mestizaje en la obra de Arguedas no es lineal y unívoco. Por el contrario, está atravesado por tensiones y, en determinados momentos, por profundas contradicciones. Alberto Flores Galindo en su libro Buscando un inca llama la atención sobre el hecho de que en los primeros relatos de Arguedas —los contenidos en el libro de cuentos Agua—, en el mundo escindido entre mistis e indios no hay lugar para los mestizos, que sólo aparecen como nuevos protagonistas recién en Yawar fiesta (1941) y sobre todo en los ensayos antropológicos posteriores, como los que escribió sobre las comunidades de la sierra central o el arte popular de Huamanga. En ellos

«...el mestizo parece el anuncio de un país en el que por sucesivas aproximaciones se irían fusionando el mundo andino y el mundo occidental. Pero cuando se regresa a las ficciones y la pasión vuelve a imponerse, los mestizos no tienen mucho espacio en un mundo que no permite las situaciones intermedias: la resignación o la rebeldía, el llanto o el incendio. Los mestizos se reducen a lo individual: al alma del narrador».

La tensión entre la producción racionalmente elaborada, apoyándose en los logros de disciplinas como la Antropología, en que la creación se somete a reglas establecidas cuya pretensión es establecer un distanciamiento crítico entre el autor y la realidad que analiza —como una garantía de objetividad— y la creación literaria, donde la subjetividad se libera y emergen los contenidos más reprimidos, y al mismo tiempo más auténticos, de la verdad del mundo interior del autor, es ciertamente una clave importante para pensar la propuesta arguediana en torno a la integración nacional. Pero es necesario completar esta aproximación de carácter «topológico» —espacio objetivo y espacio subjetivo del autor— con una de naturaleza diacrónica: la de los tiempos en la elaboración —objetiva y subjetiva— de su propuesta. Por cierto, ésta es relievada en el análisis de primera parte de la producción de Arguedas realizada por Flores Galindo: la aparición de los mestizos sólo a partir de la primera novela de Arguedas, en 1941, por contraposición con su ausencia en los primeros relatos. Parecería, sin embargo, que la noción de mestizaje, elaborada principalmente a partir de los estudios de Arguedas sobre el valle del Mantaro, habría sido el punto de llegada de su búsqueda de una integración nacional armónica:

«...no podemos omitir que escribiendo como antropólogo sobre las comunidades indígenas en el valle del Mantaro, se entusiasmó con esos campesinos mestizos, con espíritu empresarial, que mantenían compatible la modernidad con el mundo andino. En el valle del Mantaro el encuentro entre capitalismo y campesinado era una alternativa. Los dos mundos —el andino y el occidental— dejaban de estar enfrentados: ‘el caudal de las dos naciones se podía y debía unir’, dirá Arguedas, en 1968, al momento de recibir el premio Inca Garcilaso de la Vega. Allí la violencia y el odio desaparecían. Un lema de estos comuneros podía ser ‘que no haya rabia’».

Me propongo estudiar la evolución de las posiciones de Arguedas sobre este tema a partir de sus estudios sobre el valle del Mantaro, donde tuvieron su más explícita formulación.

Arguedas y el Valle del Mantaro

La relación entre Arguedas y la sierra central se remonta al año de 1928, cuando permaneció un año en la ciudad de Huancayo cursando el tercer año de secundaria en el colegio Santa Isabel. Este plantel, fundado a mediados del siglo XIX por el maestro español Sebastián Lorente, fundador del Colegio Guadalupe de Lima y autor de la primera Historia del Perú, tenía prestigio como un centro de estudios de calidad. En esta primera experiencia en la región se produjeron varios hechos que el gran escritor peruano señalaría años después como experiencias importantes en su vida: por una parte, la publicación de la revista La antorcha, en la que se publicaron sus primeros escritos. Por otra, la escritura de una novela de alrededor de 600 páginas que, según narraría el autor en una reunión de literatos en 1965, le fue arrebatada por la policía. Finalmente, en esa época se produjo el fundamental descubrimiento de Mariátegui, cuyas obras eran leídas y discutidas por los estudiantes de los últimos años del colegio, según el testimonio recogido de Temístocles Bejarano —su condiscípulo durante esos años— por Carmen María Pinilla.

Un segundo encuentro con la región central se produjo en 1935, cuando realizó una excursión de unas tres semanas por el valle del Mantaro acompañado por Manuel Moreno Jimeno, el gran poeta peruano recientemente desaparecido, quien fuera uno de sus amigos más entrañables, según lo testimonia la correspondencia entre ambos recientemente editada. Moreno Jimeno ha dejado el testimonio de la vital relación establecida entre Arguedas y los campesinos del valle, que se basaba en su dominio del quechua y su manera de acercarse a ellos: ofreciéndose junto con su compañero de aventura para participar en las jornadas de trabajo comunal, apoyándolos en aquellas cosas en las que podían asesorarlos, redactando sus memoriales, compartiendo su vivienda, sus alimentos, sus fiestas, la música, el baile y la bebida. Viviendo literalmente con las comunidades, pues eran estudiantes sin dinero, cuya subsistencia sólo podía ser cubierta por los campesinos que los acogían.

Estas dos estadías se produjeron cuando José María Arguedas tenía 17 y 24 años respectivamente: la primera como estudiante del Colegio Santa Isabel y la segunda de la Universidad de San Marcos, en momentos importantes de su formación personal e intelectual. La relación de Arguedas con el Valle del Mantaro no fue pues lejana ni éste fue un simple objeto de estudio para él. Cuando en la década del cincuenta realizó en este escenario los estudios antropológicos que marcarían fuertemente su concepción del mestizaje como la vía a través de la cual podría producirse la integración de la sociedad peruana no era un forastero ni un investigador aséptico frente a una realidad exótica. Huancayo y el valle del Mantaro eran parte de su experiencia biográfica y este hecho debió influir en sus análisis.

Los estudios sobre Huancayo y las comunidades de la sierra central

Las investigaciones de Arguedas sobre la región fueron realizadas a comienzos de los años cincuenta, a lo largo de cuatro estancias en el valle entre los años 1951 y 1955. El estudio sobre las comunidades del Valle del Mantaro, fue publicado originalmente en 1957 en el tomo XXVI de la Revista del Museo Nacional, mientras que su estudio sobre la feria de Huancayo fue redactado en 1956 como un informe escrito para la Oficina Nacional de Planeamiento que permaneció inédito hasta su publicación en un texto mimeografiado de la Universidad Nacional del Centro en 1977 gracias a la iniciativa de Manuel Baquerizo.

El primer estudio tiene un título de por sí bastante explícito: Evolución de las comunidades indígenas. El Valle del Mantaro y la ciudad de Huancayo: un caso de fusión de culturas no comprometidas por la acción de las instituciones de origen colonial. En él Arguedas parte constatando la existencia de una radical diferencia entre la realidad social del Valle del Mantaro en el momento cuando realiza sus observaciones y la imperante en las otras regiones de la sierra que él conocía. A pesar de que hasta inicios del siglo XX la cultura de la población que habitaba el valle no difería sustancialmente de la de otros valles interandinos del sur, como Ayacucho, Andahuaylas y el Vilcanota, donde indios, mestizos y blancos estaban claramente diferenciados por la conducta, las costumbres y la lengua, las bases económicas y sociales del Mantaro eran muy diferentes:

«En lo económico y lo social —afirma—, el indio del Mantaro conservó un status diferente que el de los otros valles. En ninguna de las informaciones de que podemos disponer aparece que estos indios estuvieron al servicio de blancos y mestizos, mediante instituciones feudales como la del pongaje, el colonazgo y el yanaconaje, ni que, por lo tanto, entre indios, mestizos y blancos se hubiera establecido el tipo de relaciones que el régimen de tales relaciones comprendió, relación de imperio feudal, establecimiento de un status que significaba diferenciación que comprometía la propia naturaleza humana, como ocurrió y ocurre en el Cuzco, donde señores e indios parecen aceptar diferencias que comprometen la propia naturaleza de las personas y no únicamente su condición socioeconómica».

Arguedas considera que debe rastrearse los orígenes de esta especialísima situación de la población indígena en determinados hechos históricos cuyos orígenes se remontan a la conquista española. «El hecho, realmente asombroso, de que el indio hubiera mantenido una posición excepcionalmente elevada, un status especial, en este valle, singularmente rico y laborable, igualmente accesible o más accesible aún, que otros tan alejados de la costa, como los de Apurímac o Cusco, en los cuales el señorío feudal hispánico se impuso con más absolutismo y rigor que en la Península, este hecho no podía ser sino el resultado de una igualmente excepcional correlación de las determinantes históricas que impulsaron el cuadro general de la evolución social en el Perú andino».

El primer hecho histórico que Arguedas considera relevante es el particular status alcanzado por los huancas debido a la alianza que concertaron con los españoles para combatir contra las tropas de Atahualpa, como aliados en la guerra contra un enemigo común. Este tema, originalmente tratado por Raúl Porras Barrenechea, en cuyos trabajos él se apoyó, fue ampliamente desarrollado años después por Waldemar Espinoza Soriano en su Historia del departamento de Junín. El segundo hecho significativo que Arguedas releva es la ausencia de minas que estimularan la instalación de españoles en el valle y ciertas dificultades que encontraron, como la carencia de madera para las construcciones y para leña —un motivo continuamente repetido por los cronistas coloniales en los cuales se apoya su estudio—. Estas circunstancias habrían propiciado, por una parte, un escaso asentamiento de población española durante la primera fase, un dominio sobre la población indígena ejercida por encomenderos absentistas, y la instalación tardía de españoles de condición socioeconómica modesta (artesanos, arrieros, agricultores, productores de jamón, etc.), en la segunda.

Como consecuencia de estas especiales circunstancias históricas, en el Valle del Mantaro no se habría producido el despojo de las tierras de los indios por los encomenderos ni el establecimiento de las relaciones de yanaconaje y servidumbre tan características de los otros valles internandinos. La ausencia de estas instituciones de tipo colonial sería, en última instancia, la explicación fundamental de la excepcional condición social de los indígenas del valle.

Esta situación repercutió, siguiendo el análisis arguediano, en el gran vigor de la cultura indígena en el valle, como lo consigna en su ensayo La sierra en el proceso de la cultura peruana: «ninguna región de la sierra —escribe— ha fortalecido tanto su personalidad cultural como el valle del Mantaro, cuya capital urbana y comercial es, sin duda, la ciudad de Huancayo». Pero este fortalecimiento de la personalidad cultural no significó el mantenimiento de la condición de sus pobladores como indios, sino su transformación en algo diferente: «La influencia de estos complejos factores transformaron al indígena del valle en el mestizo actual de habla española, sin desarraigarlo ni destruir su personalidad. Se produjo un proceso de transculturación en masa bajo el impulso de los más poderosos factores transformantes que en esta zona actuaron simultáneamente».

Ahora bien, en el estadío de reflexión en que estos estudios fueron redactados, la desindigenización no era un factor que Arguedas considerara una valla para la realización de los cambios sociales; por el contrario, ella era su mejor condición. Porque, aunque ello suene profundamente extraño, en ese momento, para él la superación de los problemas de la población indígena pasaba necesariamente por su desaparición como tal. La segregación cultural, «cruel, esterilizante, y anacrónica», desaparecería en la medida en que los indios se convirtieran en mestizos: «El indio se diluye en el Perú —llega a escribir— con una lentitud pavorosa. En México es ya una figura pequeña y pronto se habrá confundido con la gran nacionalidad. El caso del indio se ha convertido en el Perú en un problema de creciente gravedad. El proceso del mestizaje es, como ya dijimos, de una lentitud pavorosa» («El complejo cultural...»).

La preocupación que estos textos revelan por la lentitud del avance del mestizaje, entendido como el abandono de la condición de indio para convertirse en algo distinto, pasa en Arguedas por la convicción de que los indios deben asimilarse a la cultura dominante para poder usufructuar de la plena ciudadanía:

«En cuanto el indio, por circunstancias especiales, consigue comprender este aspecto de la cultura occidental [la racionalidad económica capitalista], en cuanto se arma de ella, procede como nosotros; se convierte en mestizo y en un factor de producción económica positiva. Toda su estructura cultural logra un reajuste completo sobre una base, un ‘eje’. Al cambiar, no ‘uno de los elementos superficiales de su cultura’ sino el fundamento mismo, el desconcierto que observamos en su cultura se nos presenta como ordenado, claro y lógico: es decir que su conducta se identifica con la nuestra. ¡Por haberse convertido en un individuo que realmente participa de nuestra cultura! Una conversión total, en la cual, naturalmente, algunos de los antiguos elementos seguirán influyendo como simples términos especificativos de su personalidad que en lo sustancial estará movida por incentivos, por ideales, semejantes a los nuestros. Tal es el caso de los ex indios del valle del Mantaro, provincias de Jauja, Concepción y Huancayo; primer caso de transculturación en masa que estudiamos someramente en las páginas iniciales del presente trabajo» («La sierra...»).

En estos textos, Arguedas sostiene que la difusión de la tecnología moderna, condición del progreso y desarrollo, tropieza con «la resistencia cultural del indio». Pero también juega un rol muy importante (mucho más grave del que se podría pensar a primera vista) el «conservadurismo colonial». Este elemento, puesto en segundo lugar en estos textos que pertenecen a los años 1952 y 1953, fue adquiriendo una creciente importancia durante los años siguientes, pasando a convertirse el factor explicativo fundamental en los dos textos mayores (que como ya dijimos pertenecen a 1956 y 1957) en los que Arguedas presentó los resultados de sus investigaciones en la región. Pero el señalamiento de la persistencia de los elementos coloniales, como el factor principal que podía explicar el atraso de las poblaciones indígenas, no puede identificarse en sus escritos con una revalorización de lo indígena por oposición a lo europeo, pues él considera tan negativa la tradición colonial hispánica como la indígena, cuya persistencia posibilita ésta:

«los más antiguos y concentrados focos de la cultura hispánica se han convertido en los más conservadores, no sólo de la tradición colonial sino de la quechua. La superposición, casi integración, de los sistemas de administración colonial e inca, tan hábilmente forjado en la Colonia, se nos presenta ahora como un instrumento de resistencia al desarrollo socioeconómico del Perú. Tal parece que se hace necesario romper todo lo que ha quedado de esa estructura y lo que ella representa para poner en marcha la potencialidad humana y económica de las regiones que han sido congeladas por el sistema, para incorporarlas a la producción y orden social contemporáneos» («La evolución...»).

La superioridad de Huancayo —modelo por el cual Arguedas no puede esconder su exaltado entusiasmo— y de Chiclayo, ciudad costeña cuyas potencialidades de desarrollo compara con los de la ciudad huanca, radica en que en ambos casos se trata de urbes de origen republicano, carentes de tradición colonial. La potencialidad de Huancayo, ciudad indígena por sus orígenes y desarrollo, según demuestra convincentemente, radica paradójicamente en el hecho de que su carácter indio impidió la consolidación de los elementos coloniales que en otras ciudades entorpecen el avance del proceso del mestizaje. No es por ser india, sino porque este hecho crea las condiciones más favorables para que deje de serlo, que ella tiene ventajas frente a las ciudades que en la época colonial alcanzaron un marcado esplendor. Huancayo actúa, afirma:

«en una zona que podríamos llamar de frontera; entre la capital, que es el más poderoso centro de difusión de la cultura occidental contemporánea y la extensa área sur, muy uniforme, que comienza en los límites de la provincia de Huancayo, y que está integrada por los departamentos de Huancavelica, Ayacucho y Apurímac, área inmensa donde la tradición hispanocolonial y quechuacolonial ejercen todavía su imperio».

Y la «cultura occidental contemporánea» que estas especiales circunstancias históricas pueden permitir que se difunda con rapidez (rompiendo la «pavorosa lentitud» del mestizaje), entendámonos, es simple y llanamente el capitalismo. Este está presente no sólo en el desarrollo de la producción para el mercado y la transición de la producción artesanal a industrial en las áreas de la producción de zapatos, textiles y ropa confeccionada que estudia con gran finura, sino, también, en la presencia de los «agentes externos» del cambio: tales como «las instituciones de ayuda internacional, en lo técnico y aún en lo económico, y nuevos organismos nacionales fundados con los mismos fines de cooperación internacional». Pero aún más claramente que en estos elementos objetivos, es en los cambios que ellos inducen en la subjetividad de los individuos que puede rastrearse la impronta del capitalismo como el horizonte de la redención del mundo indígena:

«el mestizo y el indio, o el hombre de abolengo de provincias, que llega a esta ciudad [Huancayo], no se encuentra en conflicto con ella; porque la masa indígena que allí acude o vive es autóctona en el fondo y no en lo exótico de los signos externos; y está, además, movida por el impulso de la actividad, del negocio, del espíritu moderno, que trasciende y estimula (...) Y llegada la oportunidad revivirá en la ciudad, sin vergüenza y públicamente, las fiestas de su pueblo, y podrá bailar en las calles a la usanza de su ayllu nativo o sumarse a las fiestas y bailes indígenas de la propia ciudad, pues no será un extraño a ellas. Y será un ciudadano, aun a la manera ínfima, pero real, de los barredores municipales que chacchan coca y conversan en quechua, a la madrugada, tendidos en las aceras de las calles, pero con la seguridad de que ha de recibir un salario que le permitirá, si lo deciden, entrar al restaurante `El Olímpico’, y sentarse a la mesa, cerca o al lado de un alto funcionario oficial, de un agente viajero o del propio prefecto del departamento, y libres, en todo momento, del temor de que alguien blanda un látigo sobre sus cabezas. Y podrán esperar, sin duda, cambiar de condición, para mejorar, porque la ciudad ofrece perspectivas para todos, sin exigir a nadie que reniegue de sus dioses para ser admitido en su recinto».

El mundo de las oportunidades abiertas para todos: la promesa que ofrecía el desarrollismo imperante a inicios de los cincuenta y que penetró con gran fuerza a través de la hegemonía del funcionalismo norteamericano en la orientación del recientemente fundado Departamento de Antropología de la Universidad San Marcos, donde Arguedas recibió su formación inicial como antropólogo. En las aulas sanmarquinas se reforzó su relación con una persona que, sin duda, tuvo un gran ascendiente en su producción intelectual de esa época, que lo ayudó en momentos críticos y que facilitó su trabajo apoyándolo para conseguir algunos de los nombramientos en puestos desde los que desarrolló su múltiple actividad: Luis E. Valcárcel. Para ese entonces, el místico credo indigenista de tintes rudamente antimestizos del autor de Tempestad en los Andes había dejado el paso a una posición que veía en el mestizaje la solución a los problemas de la población indígena, en la línea promovida por la antropología mexicana, desde el congreso indigenista de Patzcuaró. En el San Marcos de Valcárcel, donde Arguedas estudió, el funcionalismo norteamericano alcanzó su momento de gloria con el famoso proyecto Vicos. Sin forzar los términos, se podría afirmar que, en este período de su producción, Arguedas era un intelectual culturalmente colonizado.

La desilusión frente a la alternativa del mestizaje

Este enfoque de la cuestión de la integración nacional, vía el mestizaje, desapareció virtualmente en la producción de sus últimos años. El enfoque de un ensayo como La cultura: un patrimonio difícil de colonizar, publicado en Lima en 1966, después de denunciar la empresa de colonización cultural llevada adelante por las grandes potencias y el apoyo que ellas reciben por parte de sus socios de los grandes consorcios latinoamericanos, «ya no diremos —escribe— ‘colonizados’, sino identificados con los intereses, y, por tanto, con el tipo de vida, con las preferencias y conceptos con respecto del bien y del mal, de lo bello y de lo feo, de lo conveniente e inconveniente». Frente a este panorama, su posición es de una militante oposición, al mismo tiempo que una reafirmación de un optimismo igualmente militante con relación a la posibilidad de resistir la ofensiva:

«Como toda empresa antihumana, no tiene ésta las garantías del éxito y mucho menos en países como el Perú, donde los propios instrumentos que fortalecen la dominación económica y política determinan inevitablemente la apertura de nuevos canales para la difusión más vasta de las expresiones de la cultura tradicional y de su influencia nacionalizante».

¿Cuáles fueron las fuentes del radical cambio de Arguedas con relación a las expectativas que tenía con relación a la difusión de la cultura occidental, la desindigenización y la alternativa del mestizaje a principios de los cincuenta? Como hipótesis a trabajar, señalaríamos tres: en primer lugar, la observación de las consecuencias que la difusión de la cultura occidental tenía en las áreas fuertemente indígenas que tan bien conocía. En segundo lugar, la radicalización ideológica propiciada por la revolución cubana (Arguedas dejó el testimonio escrito de la forma cómo lo impresionó la experiencia que vivió en la isla embarcada en una revolución en páginas muy emotivas), y la oleada de movimientos insurreccionales que ésta inspiró, que le llevaron a recuperar el horizonte socialista que guiara su entusiasmo juvenil durante la segunda mitad de la década del treinta y que sería sometida a una dura prueba por el pacto de Stalin y Hitler, según lo testimonia su correspondencia con Manuel Moreno Jimeno, para ser borrada de su horizonte durante la siguiente década por la degeneración del Partido Comunista con el que ambos amigos cooperaron sin ser militantes. En tercer lugar, su condición de creador literario, que le permitió no renunciar a su intuición, su sensibilidad y su afectividad, elementos reñidos con una concepción positivista del «trabajo científico» (que exige poner entre paréntesis la subjetividad, como garantía de objetividad para acercarse a la realidad, ¡como si ello fuera posible!), pero que, en un país tan desafiante a nivel teórico como es el Perú, debido a su enorme complejidad, le permitió no encerrarse en los rígidos esquemas del funcionalismo norteamericano, en la década del cincuenta, ni limitarse a reemplazarlos por los del marxismo imitativo servil, en los hechos similarmente colonial, de la década siguiente.

martes, 15 de noviembre de 2011

El protagonista del "Sueño del celta"


Roger Casement

Enemigo de la esclavitud


Roger Casement descubrió en 1910 que al menos treinta mil indígenas de la selva del Putumayo habían muerto mientras trabajaban como esclavos para la empresa Peruvian Amazon Rubber Co. Sus hallazgos fueron incluidos en un informe dirigido a la Corona Británica que escandalizaría al mundo al revelar las atrocidades que se cometían en la selva peruana en pleno siglo XX. La vida de este personaje, considerado un precursor de la defensa de los derechos humanos, es el insumo principal de El sueño del celta, la última ficción del Premio Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa.


Por: María Isabel Gonzales (Domingo, La República, 07/11/2010)


El 2 de agosto de 1916, en la prisión de Pentonville, Inglaterra, un día antes de morir en la horca, Roger Casement recibió un telegrama. El remitente era el peruano Julio César Arana, un poderoso barón del caucho de la selva del Putumayo, dueño de la Peruvian Amazon Rubber Co., también conocida como la Casa Arana. En un par de líneas, este le pedía a Casement retractarse de los cargos que hizo en su contra en dos informes redactados para el gobierno británico. Las acusaciones a las que se refería Arana eran por la explotación, tortura y asesinato de los millares de indígenas que trabajaron bajo sus órdenes. El destinatario no contestó la misiva y fue ahorcado al día siguiente. El cargo que mereció semejante condena fue alta traición a la Corona Británica.


Años atrás, qué ironía, Casement había elaborado famosos informes en los que denunciaba el trato inhumano que recibían las poblaciones colonizadas del África. Entonces era un súbdito del Imperio británico y nadie sospechaba que abandonaría el servicio diplomático inglés para apoyar la causa independentista irlandesa.


Casement fue un personaje que ocultó todo: su catolicismo, su homosexualidad y su nacionalismo irlandés, advierte Manuel Cornejo Chaparro, un experto del Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica (CAAAP). Pero en tiempos en los que gozó de la credibilidad de la Corona Británica fue considerado el hombre ideal para indagar en la selva del Putumayo sobre algunas denuncias de vejaciones contra indígenas perpetradas por la Casa Arana. La revista británica Truth publicó dichas acusaciones y señaló como responsables a los accionistas ingleses que poseían capitales en dicha compañía. Además, muchos capataces de esta empresa procedían de la británica colonia de Barbados. El escándalo había estallado y Casement fue embarcado hacia el infierno verde.


Fiebre del caucho


Roger Casement era cónsul en Río de Janeiro cuando la Foreign Office de Inglaterra, a sugerencia de la Sociedad Antiesclavista, le pidió que realice un viaje al Putumayo”, cuenta Cornejo Chaparro, del CAAAP. Era el tiempo del boom cauchero. Las gomas amazónicas tenían una alta demanda en Inglaterra y Estados Unidos, y los principales países productores eran Brasil, Perú y Bolivia. En nuestro país, la extracción gomera se desarrolló a partir de la década de 1870 en las riberas de los ríos Putumayo, Marañón, Huallaga, Ucayali y sus afluentes –y algo más tarde en el sur, en las riberas del río Madre de Dios– hasta donde llegaron aventureros, comerciantes y empresarios.


Así entran a escena los llamados barones del caucho, los peruanos Julio César Arana en las riberas del Putumayo, Carlos Fitzcarrald en las del Ucayali, y el español afincado en el Perú Máximo Rodríguez en las riberas del Madre de Dios. Y fue en la región comprendida entre los ríos Caquetá y Putumayo donde se consumaron los abusos contra miles de nativos, en un territorio cercano a los 120,000 km2. La zona, precisamente por ser rica en recursos gomeros, se convirtió en fuente de litigio desde fines del siglo XIX entre los gobiernos de Perú y Colombia. Finalmente, el 6 de julio de 1906 se estableció que ambos Estados esperarían la resolución de un arbitraje hecho por Pío IX. Pero el acuerdo quedó en el papel y esta se convirtió en tierra de nadie. Según los cálculos de Casement, en la zona el número de indígenas amazónicos existentes osciló entre los 30,000 y 70,000, pertenecientes a los grupos huitoto, ocaina, andoke, bora, muinane, monuya y rezígaro.


Mano de obra


Los indígenas eran mano de obra gratuita y sin ellos la explotación del caucho habría sido imposible. En sus diarios, Casement habla de su encuentro con Víctor Israel, un comerciante de caucho que viajó con él desde Iquitos hasta la zona del Putumayo. Esta entrevista le permitió entender cómo veían los empresarios a los nativos. “La única forma de civilizar a esta gente es ocupar, quemar sus casas o matarlos”, le dijo Israel. “¿Y el Estado no los defiende?”, preguntó Casement. “Ellos están de acuerdo”, respondió Israel. Así, Casement observó que los hombres jóvenes eran quienes servían para recoger el caucho, los ancianos eran asesinados y las mujeres eran sirvientas continuamente violadas por los capataces. Y quien no obedecía era castigado con el cepo, flagelado, mutilado o quemado vivo. “A los niños los venden como objetos curiosos y cuando se cansan de ellos los matan o los abandonan en cualquier parte de la selva”, escribió Casement.


Cornejo Chaparro explica que estos pueblos no tenían ninguna protección del Estado, ni siquiera podían ser defendidos cabalmente por la propia Asociación Pro Indígena –conformada por Zulen y Dora Mayer, entre otros intelectuales de la época– que argumentó la marginalidad de estos pueblos. “La situación en el Putumayo, como en otras zonas de remoto acceso y casi nulo control estatal, era muy compleja, el indígena era considerado una mera herramienta de trabajo, contra él había una inusual carga de desprecio y racismo. En los informes de Casement o los del Juez Rómulo Paredes impresiona la excesiva dosis de maldad y menosprecio por la vida”, sostiene el investigador. Otro argumento que esgrimían los capataces para ser tan brutales con los trabajadores era alegar un pretendido temor hacia el indio caníbal. Era una forma de justificar la dominación de los caucheros.


El impacto del informe


La Chorrera era la principal estación de la Casa Arana. Allí, Casement pasó gran parte de sus expediciones por el Putumayo. Entre los culpables de las peores vejaciones a los indios, Casement señala como principal autor intelectual a Julio César Arana, y de la extensa lista de autores materiales coloca en primer lugar a Fidel Velarde, Alfredo Montt, Augusto Jiménez y Armando Normand. En un principio, el gobierno peruano fue presionado por el escándalo internacional y procedió a la captura de los principales implicados. “Pero eso era solo de pantalla, después todo quedó en nada. La muerte de Casement propició que el gobierno peruano reivindicase a Julio César Arana, principal responsable de las atrocidades contra los indígenas del Putumayo”, explica Cornejo Chaparro.


Según la investigadora Pilar García Jordán, de la Universidad de Barcelona, la excusa del gabinete de Augusto B. Leguía para no intervenir era que la explotación de los indígenas se ejercía en todos los territorios en litigio entre el Perú y los países limítrofes. En uno de sus estudios sobre el tema, García Jordán cuenta que al perder la atención de la prensa, el gobierno de Leguía suscribió –en secreto– el Tratado Salomón-Lozano (1922), por el cual Colombia obtuvo del Perú el trapecio amazónico, que incorporaba prácticamente toda la zona del escándalo del Putumayo. Así llega a su final esta historia; en 1927, Julio César Arana fue elegido senador por Loreto, Casement llevaba once años muerto y los indígenas ya habían sido olvidados. Nunca recobraron lo que alguna vez fue suyo.


La vida del celta


Roger Casement (1864-1916) nació en Dublín. Fue criado por un tío al morir sus padres. Funcionario británico entre 1835 y 1913, estuvo primero en el Estado Libre del Congo, donde descubrió la esclavización de millones de aborígenes sometidos por el rey Leopoldo II de Bélgica. Tras su denuncia, la Corona Británica lo condecoró con la Orden de San Miguel y San Jorge en 1905. Sus confesiones sirvieron más tarde para hilar la novela conocida como El corazón de las tinieblas (1902) de Joseph Conrad.


• En 1910 fue enviado a Brasil para desempeñarse como cónsul. Luego fue comisionado al Putumayo, en Perú. Después de su informe sobre la explotación de los aborígenes, el rey Jorge V lo nombró Caballero.


• Casement se retiró del servicio diplomático en 1913, luego viajó a Estados Unidos y se dedicó a la causa independentista irlandesa. Fruto de sus viajes a las colonias, desarrolló una profunda aversión a la Corona Británica. A pesar de sus nuevas tendencias, los irlandeses lo miraban con escepticismo. No obstante, fue él quien trató de contactar al embajador alemán para pedirle su apoyo contra la monarquía inglesa. Estos no accedieron a sus solicitudes y en abril de 1916 fue detenido cuando constataba la entrega de armas a favor de la causa independentista irlandesa, en la bahía de Tralee.


• Al ser capturado por los británicos se desató un escándalo en Europa. Inglaterra utilizó los Black Diaries –textos supuestamente escritos por Casement, en los que relata sus experiencias sexuales con otros hombres– para mancillar su reputación y contrarrestar la fuerte oposición internacional a que Casement muriera en la horca. Era una época en que ser homosexual era considerado un delito.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

César Vallejo y "la lavandera del alma"


Investigadores siguen el rastro de la amada que aparece citada en numerosos poemas del vate santiaguino.



Carlos Fernández y Valentino Gianuzzi (Diario La República, 6/11/2011).



Durante años, lectores y críticos no han dejado de preguntarse por la identidad de “la andina y dulce Rita / de junco y capulí”, la inspiradora de “Idilio muerto”, el conocido soneto de Los heraldos negros. Diferente ha sido, sin embargo, la fortuna de la que César Vallejo inmortalizara como “mi aquella / lavandera del alma”, en el menos difundido, si bien no menos intenso, “Trilce VI”. Muy poco es lo que se ha escrito de Otilia Villanueva Pajares, la novia de Vallejo en Lima, retratada en ese poema y en, al menos, una veintena más de composiciones de la que para muchos es una de las obras mayores de la lírica del siglo XX. Su nombre no se encuentra en el prólogo a Trilce de Antenor Orrego, ni en el valioso trabajo biográfico con el que André Coyné sentó las bases del estudio académico de la etapa peruana del poeta a fines de los años cuarenta.



La “lavandera del alma”, la que podía “azular y planchar todos los caos”, careció de nombre propio hasta el año 1965. Debemos su recuperación, la de todas las informaciones conocidas sobre su noviazgo con Vallejo hasta hoy y un puñado de primeras versiones de Trilce –que revolucionaron la manera de entender la génesis y el significado de la obra– a Juan Espejo Asturrizaga, quien rescató estos datos del olvido en su biografía César Vallejo: itinerario del hombre (1892-1923). No obstante, lo delicado del desenlace de la relación entre César y Otilia, que parece haberse visto obligada a abortar tras la ruptura y ante la negativa de Vallejo al matrimonio, llevó a Espejo a referirse a ella a lo largo de su obra por una de sus iniciales (O.). El nombre íntegro de la musa de Trilce, sin embargo, podía encontrarlo el lector atento en dos poemas de Vallejo publicados como apéndice de la biografía de Espejo: la primera versión de “Trilce XV” y la de “Trilce XLVI”. Por lo que respecta a sus apellidos, el paterno apareció por primera vez mencionado, hasta donde alcanzamos a ver, en un ensayo de Juan Larrea publicado en el tercer volumen de la revista Aula Vallejo (1971). El apellido materno se da a conocer aquí con la esperanza de que sirva para rescatar nuevas informaciones y documentos sobre la musa secreta de Trilce.



Otilia Villanueva Pajares y César Vallejo Mendoza se conocieron en Lima en algún momento todavía no determinado del año 1918, muy probablemente a través de Manuel Rabanal Cortegana, colega de Vallejo en el Colegio Barrós. En septiembre de ese año, tras la muerte del propietario del Barrós, Vallejo y Rabanal toman la administración del colegio, rebautizándolo como Instituto Nacional. Semanas más tarde, el 25 de octubre, Rabanal contrae matrimonio con Rosa Villanueva Pajares, hermana de Otilia. El nombre completo de Rabanal y la fecha de su boda, en la que Vallejo ofició de padrino, son informaciones desconocidas por la crítica, que hasta hoy solo tenía constancia del matrimonio de Rosa, la hermana de Otilia, con M.R. o R., modo en el que se alude a él en César Vallejo: itinerario del hombre. El pliego matrimonial confirma también dos datos que proporcionaba Espejo Asturrizaga: que las hermanas vivían con su madre (Zoila Pajares, viuda de Villanueva) y que la familia era oriunda del norte, de Cajamarca.



Según Espejo, además de Rabanal, medió para que César y Otilia se conociesen otro colega del Barrós, F. B. Tras estas iniciales se halla Flavio A. Becerra Suárez, como lo prueban el pliego matrimonial, donde Becerra figura como testigo, y un artículo de Jesús Angulo Caricchio (“Vallejo…, siempre Vallejo”), en el que se afirma que éste perteneció al plantel del colegio. En ese artículo se reproduce una carta del 3 de octubre de 1918, aparentemente conservada por Becerra, en la que Vallejo solicitaba una acreditación de salud y buena conducta al Subprefecto e Intendente de la Policía de Lima, requisito necesario para que la Dirección General de Instrucción permitiese al poeta convertirse en director del Instituto.



Si las informaciones de las que disponemos sobre el inicio de la relación entre César y Otilia son escasas e imprecisas, todavía lo son más las relativas a su noviazgo, que Espejo describe como “apasionado, vehemente, incontrolable”. No se conoce ninguna carta de Vallejo a Otilia, ninguna fotografía de ambos –ni tan siquiera de ella–, ni ningún otro documento, al margen de los poemas de Vallejo, que nos permita reconstruir su relación. A estos obstáculos hay que añadir la dificultad de desentrañar los elementos biográficos en los poemas de Trilce, circunstancia que se pone de manifiesto en el hecho de que, hasta que Espejo habló de la relación con Otilia, ningún crítico fue capaz de inferirla de los propios textos. Los datos que puso en circulación Espejo y su lectura referencial de los poemas amorosos de Trilce permitieron ver, en buena parte de él, una suerte de cancionero moderno. No obstante, el impacto de la vanguardia sobre la obra dificulta considerablemente la lectura en clave biográfica del ciclo de poemas dedicados a Otilia; más fácil es leer referencias en aquellos poemas de los que se conoce una primera versión, prevanguardista. Lamentablemente no sabemos dónde obtuvo Espejo estas primeras versiones, que, en lo que respecta a las relaciones de Vallejo con Otilia, podrían calificarse como la piedra Rosetta de Trilce. De entre las tres conocidas cabe destacar este soneto en versos alejandrinos, en el que Vallejo parece hacer un balance de su relación con Otilia: “En el rincón aquél donde dormimos juntos / tantas noches, Otilia, ahora me he sentado / a caminar. La cuja de los novios difuntos / fue sacada. Y me digo tal vez qué habrá pasado”.



Espejo Asturrizaga fecha la ruptura con Otilia hacia mayo de 1919. Luego de esta, Vallejo fue despojado de la dirección del colegio por sus colegas Rabanal y Becerra. Pero lo cierto es que su vínculo legal con el colegio parece extenderse hasta abril de 1920, en vísperas de su viaje a Trujillo. Ese mes se publica en la prensa una nota firmada por el poeta que dice lo siguiente: “Pongo en conocimiento del público que, teniendo que ausentarme de esta capital, he traspasado el plantel de enseñanza que con el nombre de Instituto Nacional he dirijido, al señor Manuel Rabanal, quien ha asumido el activo y pasivo de dicho colegio, según contrato especial que hemos firmado en la fecha”.



Las pistas de Otilia se pierden aquí y se ignora si Vallejo volvió a tener algún tipo de contacto con ella. Sin embargo, el recuerdo de esa relación quedó marcado en Trilce y se ha convertido ahora en parte de nuestra literatura.

La historia que Gabo no inventó


En 1981 Gabriel García Márquez publicó la novela Crónica de una muerte anunciada, basada en hechos reales ocurridos en 1951 y en los que murió un gran amigo suyo.


Por Raúl Mendoza (Domingo, La República, 16/10/2011)


En el cementerio de Sucre, un pueblo de la costa atlántica colombiana, hay una tumba de granito con una lápida gris adornada con lazos y flores de plomo y estaño, la Virgen del Carmen y dos ángeles. Sobre ellos se puede leer el nombre del difunto: Cayetano Gentile Chimento, nacido el 2 de marzo de 1927 y fallecido el 22 de enero de 1951, a los veintitrés años. No es un muerto cualquiera. Cayetano es el Santiago Nasar de la novela Crónica de una muerte anunciada, la víctima real de un crimen que Gabriel García Márquez narró y publicó treinta años después con el tono testimonial de quien estuvo ahí.


Se trata de una crónica periodística, una novela policial y una historia de amor contrariado y venganza inexorable. Gabo conoció los hechos reales porque el sacrificado era gran amigo suyo, y los asesinos y demás protagonistas sus conocidos. Lo que pasó fue casi una tragedia griega: un hombre devolvió a su esposa a su familia porque ella no era virgen; la mujer señaló a Gentile como quien le quitó la virginidad; y sus hermanos, amigos del acusado, se vieron obligados a matarlo para limpiar el honor mancillado y no quedar como cobardes ante los ojos del pueblo.


Cuando la novela se publicó en 1981, la prensa fue en busca de la historia real. El semanario bogotano Magazín al Día envió a los periodistas Julio Roca y Camilo Calderón para rastrear los hechos. En el artículo ‘García Márquez lo vio morir’ describen a la víctima: “el joven sucreño Cayetano Gentile, estudiante de tercero de medicina en la Universidad Javeriana de Bogotá y heredero de la mayor fortuna del pueblo, cayó abatido a machetazos, víctima inocente de un confuso lance de honor y sin saber a ciencia cierta por qué moría”.


Un asunto de honor


Contra lo que afirma el título de ese artículo, Gabo no vio morir a su amigo. Según cuenta Dasso Saldívar en el libro El viaje a la semilla, el escritor estaba en Cartagena y la versión que escuchó fue la de su familia. La tragedia, detalles más o menos, se dispara como en la novela: Miguel Reyes Palencia –el Bayardo San Román de la historia–, que vendía mercancías de pueblo en pueblo, se casó con Margarita Chica Salas –Angela Vicario en la novela–, maestra de Sucre y ‘modista en sus ratos libres’ según varios testimonios, pero la devolvió a su familia al comprobar que ‘ya no era señorita’.


“En la noche de bodas ella me esquivaba. La siguiente noche pasó lo mismo. Trató de engañarme diciéndome que habíamos consumado el matrimonio pero que no me acordaba porque estaba borracho. Hasta que le dije ‘O lo hacemos o esta vaina se acaba aquí’. Y cuando lo hicimos me di cuenta de que yo no era el primero”, contó Reyes hace tres años. Una vez devuelta a su familia, Margarita reveló el nombre de Cayetano Gentile, amigo de sus hermanos Joaquín y Víctor. Ahora ellos tenían que matarlo. “Si hubiera sabido lo que pasaría, no la devolvía. Cayetano era buen amigo mío”, ha contado Miguel Reyes.


No ha quedado claro, ni en la realidad ni en la novela, si en verdad Cayetano Gentile fue responsable o no de lo afirmado por Margarita. Unas versiones dicen que ella dijo su nombre para proteger al verdadero primer amante, o porque estaba segura de que sus hermanos no le iban a hacer nada ya que eran amigos, o que lo dijo a propósito para vengarse por el abandono de Cayetano tiempo atrás. Como en la novela, los asesinos hicieron todo lo posible para evitar matarlo, se pasaron el domingo diciendo que era hombre muerto para que alguien los detuviera, pero al final no pudieron eludir su destino.


Marcado para morir


El día en que lo mataron, Cayetano se encontró muy temprano con Luis Enrique y Margot García Márquez –sus vecinos y hermanos de Gabo– para acompañarlos al puerto de Sucre, a despachar una carta. Como a las ocho y treinta de la mañana partió la lancha con la correspondencia y él se despidió para ir a ver a su novia Nydia Naser y de ahí caminar hasta su casa para cambiarse de ropa e ir a su finca El Verdún. A las ocho con cuarenta y cinco minutos estaba muerto. Era lunes.


El escritor Dasso Saldívar cuenta este episodio en El viaje a la semilla: “Al doblar la esquina para desembocar en el parque y ganar el portal de su casa, vio cómo José Joaquín Chica se dirigía a él desde el otro lado del parque profiriendo insultos y blandiendo un cuchillo”. Lo que sigue se parece a la novela con ligeras variantes: Cayetano corrió a su casa, pero su madre Julieta Chimento cerró la puerta pensando que los asesinos querían entrar para matarlo adentro. Entonces él siguió corriendo y se metió a la casa de su vecino Manuel Munive Guerrero, seguido por Víctor Chica, el menor de los hermanos, que lo alcanzó en el fondo de esa vivienda.


Lo que siguió fue terrible: recibió dieciséis puñaladas con un cuchillo de carnicero –los hermanos Chica Salas eran vendedores de carne– y hasta perdió un dedo en el ataque. El joven estudiante de medicina llegó por la puerta posterior a la sala de su casa, agonizante y se derrumbó allí mientras trataba de contenerse los intestinos. Toda la escena fue vista por su madre. Gabo no lo recoge en el libro, pero Cayetano llegó a decirle: “Madre, conformidad, calma, soy inocente”; y a sus hermanos: “Venguen mi muerte”. No pudieron. Los asesinos fueron a la cárcel por varios años y después toda la familia se mudó a Sincelejo, capital de Sucre.


Por un pedido expreso de su madre, Luisa Santiaga Márquez, Gabo no se decidió a escribir y publicar hasta la muerte de Hermelinda Salas, madre de Margarita, la novia rechazada. Era su amiga. Lo que siempre lo conmovió fue no solo el crimen cometido sino la ‘responsabilidad colectiva’ en esa muerte y el hecho de que todos los protagonistas se conocieran. Contra esa práctica anacrónica y absurda de defensa del honor dirigió su novela. Estaba orgulloso de las primeras líneas. “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar...” y fue escrupuloso en las descripciones del pueblo, de las casas y de los actores de esa tragedia.


Con el tiempo Miguel Reyes escribió un libro que se llamó Yo soy Bayardo San Román y le inició un juicio a Gabriel por Crónica de una muerte anunciada y a Eligio García Márquez por La tercera muerte de Santiago Nasar, reclamando un porcentaje de las ganancias por derechos de autor, pero perdió.


Margarita Chica murió el 2003 a los 72 años en Sincelejo, de una afección al corazón. El vínculo con la historia persistió para Gabo a través de una película que se filmó en los 80 y de una obra teatral que ha recorrido el mundo. Sesenta años han pasado desde esa muerte anunciada y treinta desde que fue contada en libro con aliento de realismo mágico.


En Sucre, la casa de Cayetano Gentile, o Santiago Nasar para millones de lectores, se convirtió primero en un hotel y después en una oficina ministerial. Hoy su tumba es punto de visita para todos aquellos que han disfrutado de la pluma del Nobel colombiano. Una crónica periodística señala que le ponen todo tipo de flores menos margaritas, para que nada recuerde a la mujer que le costó la vida.


La novela


Aparición. Crónica de una muerte anunciada fue publicada en 1981, en edición para toda la región hispanohablante, con un tiraje de un millón de ejemplares. Fueron cuatro ediciones con tirajes de 250 mil ejemplares, impresos en España, México, Argentina y Colombia, en edición de lujo y popular.


Crítica. La crítica la consideró en su momento una obra maestra y un libro que realzaba las cualidades del García Márquez escritor y periodista. El libro tiene el tono de ‘realismo mágico’ que Gabo les imprime a todos sus escritos, pero hay una precisión extrema en la descripción, los datos y el correlato temporal. “Sentía tanta urgencia de contarlo que tal vez sea el acontecimiento que definió mi vocación de escritor”, ha dicho el autor.


La película


Una versión cinematográfica de Crónica de una muerte anunciada fue filmada en 1987 por el italiano Francesco Rosi, en lo que significó el primer intento de mostrar la obra de García Márquez en un film de alto presupuesto y estrellas internacionales. Actuaron el inglés Rupert Everett (Bayardo San Román), Ornela Mutti (como Angela Vicario), Gian María Volonté, Irene Papas y Lucía Bosé. No obtuvo buenos comentarios de la crítica, pero se acepta que la obra garciamarquiana es difícil de llevar a la pantalla. En el 2007 se hizo también El amor en los tiempos del cólera, protagonizado por Javier Bardem, con mejor suceso de taquilla pero con pocas críticas positivas.

Los autores de la Biblia

Por: Freddy A. Contreras Oré
(Resumen de "La Biblia y sus secretos" de Juan Arias)



Es muy probable que, antes de su composición escrita definitiva, de todos los textos bíblicos existieran varias tradiciones orales y que esos autores anónimos fueran quienes, con todo ese material en la mano, ejecutaran la redacción final. Ésa es la forma más frecuente de composición en culturas con una fuerte implantación de la tradición oral.


Los autores de los libros bíblicos se preocuparon poco de la originalidad de los escritos y, siguiendo los usos de la época, aplicaban los géneros literarios ya existentes, tradicionales, para expresar lo que pretendían. No eran autores personales en el sentido moderno del término. Eran más redactores o transcriptores que creadores. Lo que de personal hubiera en el texto queda absorbido por la importancia de la tesis que querían probar y transmitir.


Los géneros literarios.


Los autores de la Biblia usaron los géneros literarios que se empleaban en aquel tiempo. Algunos de dichos escritos se utilizaban ya en las ceremonias del Templo, como plegarias o invitaciones a su dios para que escuchara al pueblo. Por eso, probablemente, los autores de los Salmos o de los Proverbios o del Cantar de los Cantares o de los libros proféticos, más que autores literarios, debían de sentirse como medios usados por su dios para narrar las gestas de su pueblo. Fueron escritas no por mero gusto literario, sino para probar una tesis teológica, para explicar el rostro de su dios revelado al pueblo escogido.


La historia de un pueblo no siempre transcurre en terreno llano, tiene pendientes y recovecos escabrosos. La Biblia relata también historias poco edificantes de debilidades humanas y apetitos escandalosos. Y es ese aspecto lo que mejor revela que, aun con esa mezcla de realidad y de ficción, de exageraciones o eufemismos destinados a probar ciertas tesis que se desean poner de relieve, las narraciones de la Biblia nacen de una historia real y no mítica, de personajes que quizá no fueron en la realidad como se describen, pero que responden a una historia real de un pueblo de carne y hueso.


De haber sabido que los autores de la Biblia eran tan amigos del uso de la hipérbole no se hubiese la Iglesia roto tanto la cabeza para intentar explicar las exageraciones de la Biblia buscando hipótesis ridículas o posibles errores de los amanuenses. Los diferentes autores de la Biblia utilizaron magistralmente hipérboles, metáforas, simbolismos, alegorías y juegos de palabras, a pesar de haber vivido en diferentes épocas a lo largo de mil años y a pesar de no haber tenido ningún contacto entre ellos.


La Biblia en verso.


Una de las sorpresas para muchos lectores de la Biblia es que, quizás, el género más abundante es el de la poesía. Incluso libros que aparecen como escritos en prosa son en realidad escritos poéticos.


Los investigadores han descubierto que existe un secreto en la poesía judía y es que, antes de ser una forma literaria exterior, es una “estructura del pensamiento”. El descubrimiento de que algunos de los libros de la Biblia que aparecen escritos en prosa tienen estructura original en verso ha permitido que algunas traducciones modernas presenten esos libros en forma de poesía, aunque eso pueda, de alguna manera, falsear la trascripción original tal y como aparece en los códices antiguos.

La Biblia es, sobre todo, un corpus literario que, aun refiriéndose a la historia concreta de un pueblo, puede leerse en la actualidad, ya que posee todos los ingredientes de las mejores narraciones literarias. Pero, también debemos destacar que, todos los escritos de la Biblia esconden una finalidad que supera la literaria. Estas narraciones pretenden mostrar, de alguna forma, la historia de su dios y la historia de unas gentes que tuvieron con ese dios una relación especial.


Hay en la Biblia un no sé qué de antiguo, de arcano y, al mismo tiempo, de universal, de cercano a las vibraciones existenciales del hombre, que hace su lectura a la vez interesante e intrigante. Alguien ha dicho que es como si el lector advirtiera que detrás de esos escritos hay algo oculto, secreto, escondido deliberadamente, que nosotros deberíamos y podríamos descubrir. Es como si hubiesen sido escritos sin tiempo, a pesar de la paradoja de ser historia concretísima de un pueblo con nombre y apellido.