lunes, 1 de marzo de 2010

Memorias


Por: Freddy A. Contreras Oré

El abuelo de mi padre llegó al valle muchos años antes de que emigraran de nuestras arboledas soledosas las criaturas del espanto y quince años después que, las montoneras de Andamarca, Comas, Quichuay, Apata y Concepción arrasaran con un contingente de soldados chilenos en cruento combate durante la incursión enemiga a la sierra central. Vino para compartir testimonio de un siglo que iba agonizando y de otro que nacía trayendo grandes cambios, incluyendo los nombres antiguos de estas tierras. Fue un viaje empecinado y a contravención con los llamamientos de la sangre y la tierra de sus ancestros. Sólo los apresuramientos de un corazón herido por el desprecio de un padre acomodado que le negó su nombre y su cariño fueron capaces de arrancarlo para siempre de su lejana Cajabamba para traerlo al abrazo de nuestro límpido cielo y al goce de la dicha refrescante de nuestras aguas.

No le fue ingrato el amor. La bisabuela Juana más bien lo estuvo esperando después de que el fogonazo de sus primeras miradas les alborotara el sentido común. Lima, aquellos años, era bastante grande; pero no lo suficiente como para borrar la posibilidad de un nuevo encuentro entre el soldadito cajamarquino en servicio militar y la muchacha del valle de visita en la capital. El día en que mi bisabuela, junto a su padre, sudorosa y agobiada por la trama engorrosa de sus polleras, retornaba con una partida de arrieros hacia el valle, la casualidad le permitió un segundo encuentro con el tiempo indispensable para decirle al soldadito: Me regreso para Concepción, en el valle del Mantaro.

Transcurrieron dos años para que el soldadito, una mañana diáfana de heladas penetrantes, apareciera en el portón de la casa, con su alforja repleta de recuerdos peregrinos y la bisabuela, habiéndolo divisado en el instante mismo en que él se detuvo para tomar aliento e intentar el pactado silbido anunciador de su presencia, sin decir palabra alguna, corrió a la misma velocidad de sus latidos, se colgó del cuello del viajero, de un salto quedó a horcajadas derribando al sorprendido visitante y sin concederle la oportunidad para reponerse del susto, le cobró todo sus dolores de ausencia con un beso hambriento de urgencias contenidas. Eso bastó para que el matrimonio se realizara a trámites acelerados.

Lo extraordinario del bisabuelo es que llegó apenas con su enorme cargamento de amor y sin dinero para iniciar los trámites de su propio destino. A fuerza de fe fundó una nueva familia y a fuerza de brazos comenzó a pircar los cimientos de su vida en el valle. Trabajó a diario desde el primer anunció del alba hasta la muerte del último rayo del sol y la tierra le fue fructífera; las lluvias, benignas; las cosechas, abundantes; y la fortuna, prometedora.

Los bisabuelos, a inicios del siglo, se dieron tiempo para explorar todas las vertientes de su amor sin reticencias ni falsos temores; fueron felices pero no les cayó a bien el arte de engendrar hijos. En una época en que las buenas familias campesinas sobrepasaban la decena de descendientes, mis bisabuelos apenas tuvieron dos: el abuelo Ramón, y la tía abuela Victoria. Al bisabuelo le faltó tiempo para ver a sus hijos realizados: le vino la muerte por correr en los campos, recién comido, tras un toro descontrolado, justo el año en que llegó el tren para cambiarnos la vida, los hábitos y las historias que para entonces eran reales y ahora sólo delirio de viejos.

Yo soy uno de los bisnietos de Eugenio y Juana. Nací a punto de iniciar la sexta década del siglo y Concepción, entonces, ya era capital de provincia, tenía el parque más bello de todo el valle y los fantasmas que se tomaban su tiempo para compartir con los abuelos se habían ido por los rumbos vacíos, que se abrieron con la llegada del tren, con la apertura de la nueva carretera, con la invasión de los vehículos de motor y las otras argucias técnicas del mundo moderno. A pesar de todo pude heredar todavía de la noche sus misterios y del sol la hipnótica luz que me hiciera guardar lo que otros ya no alcanzaron a ver.

Yo tuve la suerte de vivir un tiempo en Lima, en la grata compañía de la abuela Victoria, cuando me fui a estudiar en la universidad. Su esposo, el abuelo Basilio había muerto tres años antes, aunque en realidad ya no vivía en el mismo suelo que pisan nuestros pies desde otros cinco años más atrás. Pasaba sus noches en el auto destartalado de su hijo, afuera de la casa, en el Jirón Recuay, en Chacra Colorada, y no dormía dedicado a reconstruir su pasado con discursos confusos donde mezclaba hechos de distintas épocas de su vida, acontecimientos reales y soñados; pero, sobre todo, recordaba los tiempos felices en que compartió con Gallito Fino.

Se reunían en el barranco de Paccha, trajinaban los pastizales y pantanos de La Isla hasta dar con el lugar convenido. Gallito Fino y su cliente chacchaban la coca endulzada con llipta, se tomaban sus buenos tragos de aguardiente mientras el adivino le advertía a la víctima sobre los riesgos de conversar con los muertos y, mientras lo iba sugestionando; el abuelo, escondido, se preparaba para la sesión.

Durante el interrogatorio era cuando el abuelo tenía que demostrar lo mejor de su arte. Daba al cliente referencias difusas, hábilmente preparadas para que la víctima terminara por armar su propia historia y concluyera por enterarse de las cosas que en el fondo de sí mismo quería confirmar. Entonces la voz del abuelo era la voz del muerto amado. El pensamiento del abuelo, el pensamiento del muerto consultado y, otras veces, la voz y el pensamiento mismo del diablo. Lo que ocurriera después ya no era responsabilidad de Gallito Fino ni de su mediador; aunque sucedieron, muchas veces, desgracias por culpa de sus malos consejos. Aún así, el adivino era respetado.

Gallito Fino se fue del mundo sin tener anuncio de sus amigos, los muertos. Después de una borrachera abusiva, se quedó para siempre en la noche estancada dejando al abuelo en la orfandad laboral. Por eso llegó a la capital para vivir de las propinas de los hijos, después de haber intentado recorrer por su cuenta el camino de la magia negra y haber fracasado.

Me fui a Lima a los diecisiete años y no pude acostumbrarme a sus amaneceres apretujados de niebla, a sus sofocantes embotellamientos de carros ni a los riesgos de vivir al cuidado de quien te va a robar el sencillo de tus bolsillos o rasgarte el amor propio con un despectivo serrano de mierda. Así que me regresé para seguir acompañando los avatares de mis padres, como de niño lo hacía y, lo recuerdo con ternura ahora.

Hoy el mundo está cambiando más rápido que en cualquier otro tiempo, pero no puedo olvidar lo que viví al cariño de la familia, al brillo azul del cielo que me ilumina y al aire mágico que me inspira.