Por:
Rubén Villasante
A
Julián Romero Ramos
Por
su generosidad en los momentos aciagos
Sudor y lágrimas se
entremezclaban en mi cara en mi primer día de trabajo en la mina. Aceptaron que
trabaje de peón. Acababa de cumplir diecisiete años, edad física y espiritual
para el heroísmo –dicen–, para mí era de angustia y desesperación, más oscura y
tenebrosa que la mina misma. Ya había sido peón en construcción civil.
Aguantaba bien. Desde muy niño, desde el tercero de primaria hasta terminar la
secundaria, todas mis vacaciones trabajé de peón en construcción civil. Sin
embargo, el despiadado trabajo en la mina de socavón era superlativo. Solo para
gente muy recia o muy desesperada. Ambas cosas me colmaban.
No había mamelucos, sí
había una ruma de zapatos de seguridad, con punta de acero, chulla zapatos y
con experiencia, que importa. Una rígida correa para sostener mi fuente
personal de energía. Adentro no había más luz que las lámparas que los
trabajadores llevábamos en los cascos. Aunque no siempre funcionaban bien ni
duraba toda la jornada. Lo supe el mismísimo primer día. Absorto y asustado
caminaba solo, recorriendo un laberinto de oscuras galerías. –Para que conozcas–, me dijeron. Cuando de súbito se
apagó mi lámpara. Por pura vergüenza no grite, pero sí lloré, lloré quedito, de
miedo, de desesperación. Suspendido en la nada, sin saber qué hacer ni adonde
ir ni a quien implorar. No eres nada ni vales nada en medio de esa tenebrosa
opacidad. Si algo tengo ahora de sombrío, fue porque algo se me impregnó ahí.
Piso de tierra, pared de
calamina, techo de calamina. Una hilera de cuartitos en medio de la ladera,
eran los campamentos. Ahí me asignaron. –Cama caliente vas a tener–,
me dijeron. No mintieron. Compartía la cama con Félix. Él tenía turno noche, yo
turno día. En quince días cambiábamos turnos. La cama nunca se enfriaba.
Tirar pico y lampa
durante todo el día hasta hacer rebozar un vagón con el mineral de la voladura.
Empujar el carrito hasta la chancadora, temible máquina come piedra. Evacuar.
Regresar corriendo para volver a llenar el vagón. Una vez, otra vez y otra más
y otra y otra. Indefinida e ininterrumpidamente, sin descuidar la penetración
de los rieles de acero, para la penetración del vagón, hambriento e insaciable.
Era un privilegio salir
y ver la luz del día o de la noche. La noche más cerrada es luminosa comparado
con estos lóbregos túneles. Cada galería que avanzas, cada nivel que
desciendes, sientes cómo este agujero negro se va tragando cualquier onda o
corpúsculo de luz. Los que no salen, el perforista y su ayudante, el winchero,
el carrilano y otros peones quedaban envueltos, toda la jornada, en el manto
opresivo de la oscuridad. Adentro, la oscuridad asfixia más que el polvo.
Al final del trabajo
diario, a las cinco de la tarde, jugábamos fútbol, pero era un fútbol muy
peculiar, reinventado por mineros. Nuestra cancha era de relaves. Inmensa. Más
o menos plana a la que le habían puesto unos arcos también enormes, como para
arqueros gigantes.
– Somos nueve.
– Ya, cuatro pa’cá y cinco pa’llá…
Y empezaba el encuentro.
Iban llegando más jugadores.
– Dos para acá y tres pa’llá.
– ¿Pa’ónde?- Gritaba
el que llegaba solito.
– ¡Pa’ca!- Y
entraba a jugar.
Las pelotas también se
iban incrementando. Llegábamos a ser veinticinco o treinta por cada equipo y
con cuatro a cinco pelotas. Te llegaban dos o tres pelotas a la vez y la
rompías como sea. Corríamos como espantados y maldecíamos como condenados. Se
metía diez, quince, veinte goles. ¿Quién ganaba? ¡Nadie! Nadie llevaba la
cuenta. Era purita diversión, purito desahogo. Los ingenieros nunca querían
jugar, ni cuando ellos mismos organizaban los campeonatos. Recelaban. Temían
que algún trabajador, aprovechando el partido, lo patee con la punta de acero,
vengándose de alguna puteada o desatención sufrida. Ganas sobraban, pero se
corrían los muy gallinas. Conforme iba oscureciendo, caía el número de
jugadores, la noche ponía fin a la diversión. Nuevamente el viento helado en
las orejas, resecas la nariz y garganta, escupiendo relave, nos alejábamos,
aliviados.
El cielo estaba
totalmente despejado. La noche colmada de estrellas, de belleza y de frío
intenso. El viento gélido se colaba por todas las rendijas de la habitación, arrastrando
en sus olas los aullidos de los perros, que a coro llegaban de todas partes.
Era extraño. Escarapelaba la piel. Se percibía una atmósfera lúgubre, como
presagiando una desgracia. El frío no hace aullar a los perros, deben estar
viendo almas, almas en pena de tantísimos muertos habidos, almas que seguro se
han juntado en asamblea. ¿Estarán gangueando y convocando a otras almas, por
los alrededores de la mina? Fue una noche cruda, intranquila, con muchos
sobresaltos.
El amanecer nos arrojó
crispados, a los rigurosos quehaceres mineros.
En medio del trabajo
empezó a sonar una sirena, con gemidos entrecortados, eran como pequeñitos
retazos de gritos extraños, anunciaba algo malo, se podía presentir ¡Algo
tremendo había pasado! Un movimiento inusual de cascos blancos con luces
potentes confirmaba que algo horrendo los movilizaba ¡Un accidente fatal! Alejo
Chuya bajaba, apurado, del 237 al 431, en la jaula de las herramientas, junto
con barrenos, picos, lampas y rastrillos… Uno de los barrenos se movió, chocó
contra las salientes del muro vertical, removiendo con su impacto las demás
herramientas, desatando gritos desesperados de dolor que rebotaban por todas
las galerías, enrareciendo aún más el escaso aire. Los gritos eran
inconfundibles, a pesar que se revolvían con el ruidoso traqueteo de fierros y
la agitación del descenso convulsivo de la jaula. Los gritos parecían salir del
pecho de cada trabajador. La agonía ahogaba nuestro ser en segundos
interminables, hasta la exhalación. Paralizados, mudos, pocos se acercaron a
husmear. Tasajeado, atravesado, mutilado… era una mezcla confusa de carne,
barro, sangre, piedra y acero. ¡Quien carajo dejó que el
personal baje por la jaula! El grito del superintendente anunciaba
el suplicio para el personal de guardia.
–Hace poquito en la mina que queda
atrasito también hubo un accidente bien feo. Nuevas maquinazas habían traído:
jumbo, ryardam y scoop dice que se llaman. El jumbo es como un zancudo gigante,
tiene cuatro brazos donde le ponen barrenos largos y así, en una, te hace
cuatro taladros de seis pies. El ryardam es un volquete, pero más chato, y no
levanta la tolva, con un émbolo empuja su carga. El scoop es un cargador
frontal, es el más chato y alargado, tiene su asiento al costado, para que el
conductor vea bien para atrás y para adelante, pero su asiento había sido un
poco sobresalido, porque dice que al entrar a una galería, no calculó bien y
con su asiento lo arrastró al tronco del cuadro que servía de soporte al
enmaderado que habían puesto donde se desprendían piedras del techo, y todito
se le vino encima. Un troncazo le hizo explotar el cráneo, le aplastó su cabeza
contra el mismo scoop. ¡Horrible! Fue como una explosión bien fuerte, más
fuerte que la dinamita, pero de un estruendo diferente, extraño, de terror, un
sonido seco, sin esa vibración que tienen todos los sonidos. Todos los que han
escuchado se les paraba los pelos, se les ponía la piel de gallina. La
explosión de un humano se siente adentro de uno, en los huesos, en los
tuétanos. Todos sus sesos, sus ojos, su piel estaban salpicado por todas
partes, con cucharita han tenido que recoger. Su hermano estaba ahí. Miraba
como perdido, no podía hablar ni llorar tampoco. En una manta hemos recogido
sus restos y lo hemos envuelto. Todos los que llegaban al sitio, se sacaban sus
cascos y los aprisionaban contra su pecho y lloraban, lloraban en silencio,
lloraban para adentro. Algunos se arrodillaban. Después de una eternidad de una
o dos horas, atrapados en un mutismo insondable, regresamos a nuestras labores.
La chamba continúa.
–Siempre ha habido accidentes. Cada 5
de diciembre nos emborrachamos celebrando nuestro día, nuestro Día del Minero,
porque el 5 de diciembre de 1928, en la mina de Morococha, el socavón que
habían hecho debajo de la laguna, estaba muy cerquita del fondo de la laguna,
del vaso de la laguna que le llaman. Dicen que los ingenieros sabían del
peligro, que les habían advertido a los gringos. Los gringos no creían y han
traído otro ingeniero gringo, quien también ha confirmado que era muy
peligroso. Tampoco le han hecho caso. Dejando su informe dicen que se regresó a
su país, y exactamente al mes que se fue, el vaso de la laguna se ha desfondado
y el agua se ha rebalsado por todititas las galerías de la mina. Los gringos
han dicho que han muerto sólo veintiocho personas, pero los del sindicato han
dicho que eran más de cien, nunca se supo exactamente cuántos fueron. Por eso
lo han declarado al 5 de diciembre como Día del Minero, por eso nos
emborrachamos, por esos hermanos que han muerto.
– ¡Esta vida es una mierda! - Maldije.
–No tengas pena, que no es de pobres la pena-, me recitó
Félix.
En medio de la tragedia,
estos hundidos aposentos son la esperanza de los
desesperados, de los expulsados de sus pueblos por la pobreza, de los que huyen
de la vida de mierda que les ha tocado vivir. Gualberta Quispe, la que atiende
en la pensión, siempre se le ve alegre, mordiendo algunos pelos que atraviesan
su cara. Sonríe a todos, alegra a todos, pero habla poco, siempre está
corriendo, trayendo y llevando platos. Su padre era minero. Hace poco murió en
un accidente, su mamá murió mucho antes, dando a luz a su hermanito, quien
también murió. Venían de Huánuco, de la comunidad de Churubamba, a orillas del
Huallaga. Su padre viajaba por temporadas a la mina, muerta la esposa,
regresaba menos y se emborrachaba más. Gualberta subsistía con los tíos que la
hacían trabajar, le pegaban por gusto y la empezaban a manosear. –Allá ya no había vida–, decía. Decidió seguir a su
padre a la mina. La acogió doña Teófila, en la pensión.
–Los de la comunidad de
Yungar de Huancavelica, fuimos asolados por el abigeato, teníamos nuestro
ganadito, ovejitas, vaquitas, y en más altura, alpaquitas teníamos. Ya una vez,
ya otra vez el abigeo se llevaba. Para nuestra desgracia le hemos tendido una
trampa y lo hemos cogido, pero la policía nos ha acusado de secuestro y nos ha
metido al calabozo. Al regresar a la estancia, ya ni un ganado había. Mi primo,
que ya antes había venido a la mina nos dijo: ¡Pa’lla vámonos carajo!
Cinco hemos venido, cargando nuestras wawitas, con nuestras mujeres nos hemos
venido, uno de mis wawitas acá ha muerto. Allícito está enterradito. Muqui se
ha vuelto, me han dicho. Nos estará cuidando, pe.
Así, enterado, dejó de
dolerme mi historia. En la huelga nacional contra la dictadura militar de
Bermúdez ya no pude seguir asistiendo a la universidad, no me alcanzó la plata
para el pasaje y perdí el examen de Estática, no solo perdí el curso, perdí el
ciclo, perdí la universidad. Era la segunda vez que la universidad me era
esquiva. Espero que no me ataque el jumpe ni quedar lisiado o muerto. Intentaré
por trica. Quiero otra oportunidad. Anhelaba.
Dicen que la mina es la
entrada misma del infierno, a donde entras y ya no sales y dicen que los
mineros somos seres maldecidos, porque somos los gusanos que horadan el mundo.
En el infierno dicen que se escuchan murmullos lastimeros, un hervidero de ayes
de dolor, aullidos infrahumanos. Así, según avanzas, ordenadito, en círculos,
los gemidos y lamentos son más siniestros. Pero aquí, en estos hipogeos lares
mineros, caóticos y convulsivos, los lamentos y gemidos, los que no salen, los
que se quedan en las profundidades de tu ser, aquellos que nadie escucha, esos
son los peores, esos son los que más duelen, esos son los que más lastiman, los
que te dejan atrapado de por vida en una cruenta oscuridad.
En esas profundidades de
la tierra, escarbando, horadando sus entrañas, en esa oscuridad profunda,
asfixiante, sin piedad, tuve mi encuentro con el Muqui. Estaba dobleteando
turnos, mi amigo Félix viajó de emergencia y tuve que reemplazarlo. Habría
pasado la medianoche y el agotamiento me derrumbaba. Temblaba. Me voy a morir, me voy a accidentar, gemía. Ya ni la
coca surtía efecto. ¿Cuántas noches van? ¿Cuántas más serán? De pronto, veía
lampos en medio de la mezquina oscuridad, obnubilado, ya no sabía si soñaba o
eran las lámparas de los ingenieros. Seguían las luces, ahora de colores, de
formas geométricas, como en los trances de una ingesta de Ayahuasca o de San
Pedro. Una luz pequeñita pero potente, como un rayo láser, de color morado, me
impactó entre ceja y ceja, pude verlo claramente, era el bebé muerto de los
yungarinos, vestido de minerito. Quiso escapar entre mis piernas. Lo asedié. –Tú no vas a morir acá. Esta tumba no será tú tumba–, me
susurró. Apagó su luz y me dio un empellón. Caía en picada, a toda velocidad,
por una de las chimeneas. No voy a morir acá, esta tumba
no será mi tumba. No voy a morir acá, esta tumba no será mi tumba, me
repetía. … voy a… esta tumba… balbuceaba, esperando el impacto.
Pero no caía. Volaba.
No había sido empujado a
la chimenea, había sido subsumido en una de las antiguas chinkanas del Uku
Pacha, había ingresado a un nodo o vórtice andino hacia otros mundos. Así, el
cielo serrano me acogía en su infinito y límpido estrellado, suspendido por
encima de nubes blanquísimas. Abajo, pequeñitas, reverberaban las crestas de
los andes, los Dioses Montañas, con sus penachos de nieve. Yo era un águila de inmenso y libre vuelo, mi vista atravesaba
todos los confines del tiempo y del espacio. Me vi oteando desde ese umbral los más íntimos designios del destino. Luego, a mis
pies, aparecieron unas gradas de piedra, finamente labradas, por donde empecé a
bajar, a bajar dando saltos gigantescos. Ahora era un ligero y hambriento puma
que descendía velozmente por una hilera de gradas que se retorcían en varias
vueltas. Me vi saltando justo debajo de los peldaños que instantes previos
había recorrido. Sentí vértigo. ¿En qué instante había atravesado al otro lado?
Tuve la sensación de estar remontando ruinas venideras
por una escalera chakana, construida como una cinta de Moëbius. Amanecía. Las
gradas empezaban a vibrar, sus lados se encogían y estiraban hasta el límite de
fundirse en líneas curvas. Ya no eran gradas, se transformaba en una piel
elástica y tubular que se retorcía en movimientos ondulatorios, rítmicos y
pausados, generando una nube de burbujitas, en el fondo de un torrente
acuático. La muyuna de la anaconda me arrojó a la superficie de una gran cocha
cósmica… En instantes supremos había sufrido la influencia modelante de una
metamorfosis flagrante. Vi mi ropa hecha jirones, en un estado de miseria
absoluta, pero sereno, sin angustia ni desesperación. Ahora veía intersticios
andinos donde antes había montañas, tajaduras abiertas sobre la tierra.
Descubrí que me habían dejado un atadito, un pequeño kipi contenía mi casco de
minero con su traidora lámpara, pero esta vez con una luz muy potente, luz que
no emanaba de la ineficiente batería sino de un puñado de luciérnagas led. Un
sol rojo, ensangrentado y agónico, se escondía en el horizonte, avergonzado.
Una familia foránea y fugitiva, jugaba con catanas, un juego liviano y perjuro,
de todos contra todos, aún contra los demás, intentando expandir un albañal. En
la otra esquina, una multitud en comparsa repite un ritual milenario, bajo las
andas del Waka Tayta Shanty. Un penetrante olor a muña inundaba el ambiente.
Desde las sombras alguien me cubría con una lliclla wanka, en cuyo ribete
danzaban los tocapus. Intentaba verle la cara, pero solo veía viejas raíces,
musgo, líquenes. El desvanecimiento me invadía. Comprendí que había muerto.
Había muerto una forma de estar en el mundo. Otra forma fascinante, exuberante,
exigente se me imponía.
La mina no es un lugar atroz, es un
lugar donde ocurren hechos atroces.
Espinar, abril de 2018.
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