Por: Félix Huamán Cabrera
Aburrido,
como todos los campesinos, sólo sabía insultar, encolerizado.
Veía su chacra, y le daba pena que las
hojas de sus plantas se desgranaran en hojarasca.
Hasta los animales cabizbajos,
fatigados, se rendía en los días, mugiendo, balando o ladrando al
calor que sofocaba.
La sequía.
Todo sol y, el terrón de los surcos,
polvo sin viento. Lejanía.
Santiago Palomino crispaba sus
manos con rabia mirando hacia arriba y callaba. Tanto esfuerzo, se decía, para
que se deshaga la sementera.
Y diciembre pasaba sin que ninguna
nube traiga la esperanza.
Cuando de repente vio que volaba el
pajarillo plomo. Solamente volaba, porque en esa época el zorzal no sabía trinar.
Saltaba entre los sembríos, extendía sus alas y se volvía a ir.
Parece que este pájaro no sintiera ni
padeciese.
Humo de la tristeza.
¡Pero yo –se dijo Santiago- lo mataré!
Todavía que las pobres chacras están mal, viene el desgraciado a escarbar con
su pico de gusano.
Desde entonces no había quietud para
las manos del chacarero. Tiracho y piedra dejaba sangre entre las plumas. Caían
los chihuacos en medio del sol quemante. Ya no el ramaje ni el salto, sino la
cabeza gacha de la muerte.
Hasta que, al lado de una mata
amarillenta, encontró dos polluelos de zorzal. Abrían sus picos a la tarde.
Santiago al verlos pensó destruirlos también. Pero era la actitud de los
pequeños, mirada de sus niños cuando quieren pan.
¡No!, dijo.
De repente también he matado a su
madre y se sintió culpable. Caray. Entonces cogiendo el nido, los llevó a su
casa.
Ahí les dio lo que pudo. El hijo más
crecido se hizo cargo del cuidado.Hasta que los chihuacos equeños empezaron a
coger sus granos y se dieron cuenta que los niños con quienes estaban creciendo
gritaban en sus juegos para que venga la lluvia.
Un día de madrugada cuando Santiago se
levantó a mirar la mañana, vio que igual el sol despuntaba.
Qué culpa estaremos pagando -dijo el
hombre- si no llueve no quedará sino el hambre en todo el valle.
Pero escuchó el trino. Un trinar raro.
No era jilguero, ni gorrión, ni
oropéndola del saúco verde, no era paloma torcaza ni chivillo de las quebradas.
Venía el
sonido del corralón.
“Lluví, lluví, chiric, chiric”.
Fue por detrás de la huerta a ver que
pájaro cantaba.
“Chiric, chiric, lluví, lluví”.
¡Los chihuaquitos!... Pero los
chihuacos no tienen trino. Y vio que dos de sus niños también cantaban al compás
de los polluelos: “lluví, lluví, chiric, chiric”, mirando al cielo, llorando al
aire; lluví, lluví, nube viajera, chiric, chiric, deja la lluvia en la
sementera y los chihuacos extendiendo sus alas se fueron por el muro de los adobones
a la arboleda del frente trinando el lluví, lluví de esa mañana.
Y fue el bosque pequeño lluví, lluví
de cientos de zorzales.
Santiago Palomino como embobado
escuchaba alzando los ojos: por el cerro colorado una nube negra emergía
espesa ensombreciendo el panorama.
El loquerío de trinos llegaba hasta el
lado del río seco, cuando repentinamente una descarga de rayos y truenos
retumbantes, hizo lluvia en el campo eriazo y en la angustia de
Palomino.
Lluví. Lluví, zorzal del agua, chiric,
chiric, canto del alma.
Desde esa vez cantó el chihuaco
pidiendo que llegue la lluvia buena por las crestas de las montañas.
Desde esa vez el
trino del pajarillo es canto del agua.
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