Relato de creación colectiva - Segundo de secundaria
No tienes por qué enterarte de todos los
pormenores. Yo solo te cuento lo que converso con esa anciana cada vez que la
encuentro acurrucada entre los matorrales. El aroma del cedrón ayuda, pero
también la brisa del atardecer y las sombras que van ganando terreno a las
cinco de la tarde. Si no es hoy, puede ocurrir mañana, solamente la tienes que
esperar aquí y a esta hora.
Me dijo la viejita que recibió de un hada una
semilla y la sembró. Regó el terreno. La planta creció y produjo una flor que,
al abrirse, dejó ver, en medio de la corola, una diminuta niña a quien
nombraron Lucila. Le confeccionó, con hebras de luz, seis hermosos trajes, le arregló
una cama dentro de una cáscara de nuez y cubrió su cuerpo con pétalos de rosa.
Todo iba bien hasta que pasó volando por el
lugar una libélula, quien, cogiendo a la pequeña con sus seis patas, se la llevó
al árbol donde vivía. Las jóvenes crías la encontraron muy fea y decían: -No
tiene más que dos piernas y dos bracitos, y la pobre carece de alas para volar.
Tanto la despreciaron que la libélula dejó en
libertad a Lucila, quien anduvo el verano completamente sola en el bosque.
Comía trocitos de frutas silvestres y calmaba su sed con gotas de roció. Cuando
advino el invierno, la pobre sintió frío y buscó abrigo. Mortificada por las
heladas y el hambre, pidió a un conejo alojamiento y comida hasta el retorno
del verano. El conejo, compadecido, la dejó vivir con él, recibiendo ayuda de
ella en los quehaceres de la casa.
Un día, la pequeñuela vio, tendida en el suelo,
a una golondrina tiritando de frío. La cubrió con hojas para calentarla y,
cuando la avecilla abrió los ojos, la niñita prometió visitarla todos los días.
Pasado el tiempo, un cobayo, amigo del conejo,
se enamoró de Lucila y decidió hacerla su esposa. La boda quedó fijada para el
verano próximo, y el cobayo inició los preparativos matrimoniales. Pero la niña
no se sentía feliz con la idea de ser la cónyuge de un roedor y lloraba noche y
día. Solo se consolaba cuando la golondrina venía hasta ella, arrastrando sus heridas
alas, y escuchaba con paciencia aquellos lamentos.
Días después, la golondrina, sintiéndose ya con
fuerzas, la hizo subir sobre su cuello y emprendió raudo vuelo llevándola hasta
un jardín, en cuyas flores vivían mujercitas y hombrecitos tan pequeños como
Lucila. Y fue feliz junto a sus iguales, compartiendo con los demás la dicha de vivir sin odios ni apetitos malsanos.
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