martes, 10 de diciembre de 2019

El Aplash, el búho y el árbol del amor



Relato de creación colectiva - Quinto de secundaria

Curiosa, lo vigilaba como una sombra pegajosa tras su incierto trajinar; así descubrí lo que tanto quería saber. Como no disponía de mucho tiempo y mi mamita podría buscarme, solo aprovechaba los días domingos en que la mujer que me dio la vida participaba de las faenas comunales de construcción de nuestra Plaza de Toros. Así pues, pude enterarme que el “Aplash” era un jardinero y que, al no tener casa propia, vivía al cobijo de los añosos árboles del parque.

Un domingo me acerqué con recelo y le pregunté:
-          ¿De dónde vienes usted?
-          Eso ya no importa…, me dijo.
-          Belinda. Hasta otro día…, me presenté.
-          Graciasss…, le oí responder con voz de porongo vacío.

Me mantuve pensando mientras regresaba a mi casa. De lo mucho que pudo decirme, solo me dijo “Gracias”. Tuve la corazonada de que era alguien que estaba añorando desde hace mucho tiempo una pizquita de cariño; en adelante traté de ganarme su confianza.

Era un muchacho tristón y extraño. Lo llamaban el “Aplash” porque solo veía con su ojo derecho y tapaba todo su rostro con su chalina. ¿Qué misterio guardaba?

En sus momentos libres se tiraba a descansar bajo la sombra de un árbol coposo, cuyas ramas le protegían de los ardientes rayos solares, tocando con su quena una melodía tan triste que me transportaba al tiempo doloroso de la muerte de mi mamacha Julia. ¿Qué causaba su soledad acongojada?

Al domingo siguiente.
-          Hola, soy la Belinda y ¿tú eres?
-          Nicolás. Ya sé lo qué quieres preguntarme. Mi madre quedó viuda cuando yo tenía catorce años; como en casa no había quien asumiera la responsabilidad de mantener el hogar, yo lo hice por la necesidad y porque no podía conformarme con el hambre ni la pobreza. Todos los años sembrábamos papas y…
-          ¿Y qué nomás?
-          ¡Maldito año! Mi madre me mandó en compañía de mi hermano Juan, aquella tarde… Y al volver a casa…
-          Continúa, le dije.
-          ¡Mi madre estaba muerta!
Nos quedamos calladitos.
-          ¿Qué lo pasó?
-          Lo mataron. Es un misterio; pero apareció muerta.
-          ¿Y el Juan?
-          Salió desesperado a buscar a los asesinos. Nunca regresó. Yo trataba de despertar a mi madre y él salió dando gritos. Lo he buscado removiendo las piedras y preguntando a los cerros. Desapareció.

El llanto mojó sus mejillas y siguió hablando.
-          Divagué más de siete días tratando de olvidar mi desgracia. No pude. Una tarde de angustia, saqué de mi alforja algunos rocotos que machaqué con unas piedras y me eché el emplasto en el ojo izquierdo. No sé si quería olvidar o solo castigarme nomás, ya que ningún dolor puede ser más intenso que aquel que ya tuve con la pérdida de mi familia.

Me llamó mi mamita.
-          Hasta el domingo, Nicolás.
Al llegar a mi casa comprendí aquel desganado “gracias” de la primera conversación.

El domingo que prosigue, estaba tranquilo, pero su mirada brillaba como un espejo lleno de ilusión y me lo dijo directamente, sin siquiera prevenírmelo:
-          Mi amor verdadero, ya lo encontré.
Prometió no volver a taparse más su rostro. Que antes lo había hecho por la vergüenza de su ojo dañado y por miedo a caer en poder de la misma maldición que acabó con su mamita y su hermano.

Quedé paralizada al mirar su cara bien bonita como del niño Jesús. Era buen mozo. Quedamos mudos al frente el uno del otro. Yo mirando su rostro chaposo con su mueca de muchacho ido mirando el horizonte con su ojo sano; y él, segurito, divagando su pensamiento junto a las nubes o aleteando al lado de las torcazas distantes.
-          Es ella, me dijo… La conocí bajo la sombra de aquel árbol, el árbol del amor. Es Juliana.
Siguió hablando y suspirando profundamente.

Fue una nueva sorpresa para mí. Dándome vuelta rápidamente hacia atrás, pude ver a la hermosa hija del señor Peña García.

Escondiendo mi desilusión, me puse a pensar en la tremenda diferencia social y, a pesar de estar los dos bien plantados y guapos, el ojo izquierdo de Nicolás lo malograba todito, por lo menos para las prejuiciosas costumbres de mi pueblo.
-          El problema que estás imaginando ya se presentó en nuestras vidas, me contó. Estamos enamorados y no podemos vernos a la luz del día porque el señor Peña García la tiene encerrada y cuando sale a la calle, lo hace acompañada y bajo rigurosa vigilancia. Solo podemos vernos a altas horas de la noche, cuando sus parientes duermen y siempre separados por las rejas metálicas de su ventana.

¡Hay diosito! ¿Qué será ahora lo que mis paisanos andan diciendo? Que todas las noches se mete un búho en la habitación de la señorita Juliana. A lo mejor el “Aplash” tiene que ver con esto y yo que lo estoy ojeando como si se tratara de un buen muchacho. A lo mejor tiene malas andanzas el condenado.

Me tuve que alejar de Nicolás. En poco tiempo más las malas lenguas comentaban que a la señorita Juliana le estaba creciendo la panza y rapidito se casó con Nicolás. Al señor Peña García no le quedó otra, porque sino a su hija le iba a caer la mala fama de ser una cualquierita que se regala sin estar bendecida por el santo matrimonio.

El tiempo ya me hizo olvidar la rabia que sentí entonces yo que estaba tan descocada y por perder la cordura por ese ingrato. Conversé por última vez con él cuando ya estábamos viejos y tuve que ir a su casa para ponerle el cuy y sanar sus fuertes dolores de espalda, su mujer ya había muerto por lo menos diez años atrás.
-          Yo dormía todos los días bajo la sombra del árbol porque me acostumbré a las invocaciones de los búhos y poco a poco aprendí a ser como ellos y finalmente fui uno de ellos.
-          ¿Cómo?, le pregunté.
-    Me convertí en búho para estar con mi amada. Ellos nunca me dejan, ni me dejarán jamás. Mi Juliana no murió nunca, vive en la savia de aquel árbol. En las noches el aire mueve sus hojas y ella canta, mueve sus ramas y tiene un abrazo acogedor que abriga mi cuerpo.

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