Recopilación de leyendas de la Amazonía
Antiguamente, en los pueblos de la selva, la caza era
una actividad común para el sustento familiar. Los cazadores ingresaban a los recovecos
del monte en busca de presas como venados, chanchos salvajes, entre otros.
Un día de esplendoroso sol, uno de aquellos se
adentró en la espesura tras de una buena cacería; pero daba impresión que la
suerte no estaba de su lado, pues ya llevaba una semana y no había conseguido
cazar absolutamente nada.
Sin perder esperanza, penetró todavía más en la
selva; cuando de repente el caótico clima se descompuso y comenzó a llover. Descontento
por el suceso, se apuró en buscar un refugio entre los árboles, en medio de la
opacidad causada por el follaje y el aguacero, hasta que se topó con un viejo
árbol caído y de gran tamaño, cubierto de musgo, que atravesaba de palmo a
palmo su ruta.
Su experiencia le hizo inferir que aquél era el
lugar perfecto para levantar un tambo o choza temporal, hecho de ramas y hojas
anchas, para protegerse de la precipitación que ya era todo un diluvio.
Usó el lado del tronco como pared y armó el resto
de la guarida previendo de dejar suficiente espacio para su equipo y una
fogata. Cuando terminó de construir el lugar provisional acomodó sus cosas y
clavó el machete en el árbol caído; pero entonces, un inesperado temblor
remeció la selva destruyendo el refugio y desparramando sus pertenencias por el
suelo. El pobre cazador se pasó toda la noche tratando de reconstruir su choza hasta
que, de madrugada, el clima mejoró y le permitió descansar. Prendió una fogata
que le permita abrigarse y preparar sus raciones que, ya en ese momento, le
eran escasas.
Ya había amagado buena lumbre que calentaba las
piedras y el tronco que le guarecía. El cazador iba disfrutando de agradable
tibieza, cuando un nuevo temblor sacudió la selva destruyendo nuevamente el
tambo y removiendo la tierra hasta apagar el fuego.
Nuestro personaje se encontraba desconcertado por su
mala suerte que desistió levantar de nuevo el refugio y se puso a descansar
esperando la mañana para proseguir su actividad, consternado por el extraño
movimiento telúrico. Y es así que la curiosidad nacida de la sorpresa,
juntamente con la espera, recayó sobre el árbol en el cual se recostaba.
Primero trató de observar los dos extremos del
tronco que se perdían entre los matorrales; quería saber que tan largo era la extensión
del árbol, ya que su diámetro le parecía exageradamente ancho. Siguió explorando
hacia uno de los lados, penetrando entre los arbustos, y se dio cuenta que se
dirigía hacia lo que era la parte superior del árbol, pues el diámetro se hacía
más delgado a medida de su avance. Al llegar al final, el cazador mostró un
rostro de terror: colinas de huesos se levantaban por doquier en un claro
gigante de la selva. Los huesos más recientes eran los que se encontraban
cerca, mientras que los más lejanos podrían compararse con fósiles muy antiguos
ennegrecidos por el tiempo.
Con una mezcla de miedo y letal curiosidad se
dirigió hacia el otro extremo; pasó nuevamente por su refugio e ingresó al lado
opuesto del sombrío follaje. Haciendo un cálculo aproximado, concluyó que era
un árbol de unos sesenta metros de longitud, con un diámetro que se agrandaba
conforme avanzaba.
De repente, al llegar casi al final del otro extremo
del árbol, una nueva distracción ocupó su mente; era un venado que estaba en un
claro, justo donde terminaba la base del tronco. Su sabiduría de cazador le permitió
elucubrar que si no aprovechaba ese momento no llevaría nada a casa; sin
embargo, algo lo desconcertó, pues sabía que a la distancia donde él se
encontraba y sin arbustos ocultándolo, ya había sido percibido por el animal y,
a pesar de esto, éste le miraba fijamente y no parecía temerle.
El desconcierto se hizo todavía mayor cuando el cervato
se dirigió hacia él y cambió de dirección, justamente unos pasos antes, yéndose
a la base del árbol hasta desaparecer de su campo visual. Una explosión de
miedo se acrecentaba en él haciéndose, cada segundo, más inmensa conforme ordenaba
sus ideas y la sorpresa se rendía ante la realidad.
Reconoció una gigantesca cabeza de serpiente con las
fauces abiertas, unos ojos que soltaban un brillo frío, unos cuernos pequeños
sobre los ojos, que, según los conocedores, les crece a algunas serpientes
cuando alcanzan la vejez, haciendo que la visión se muestre horrorosa. Se cree
que cualquier animal u hombre que, por ignorancia o descuido pasa por su
delante, cae en el campo encantado de la Sachamama, atraído hacia su poderosa
mandíbula para, luego, ser triturado y devorado.
El cazador se percató que unos pasos más lo
hubieran convertido en una pila de huesos al otro extremo del maldito ser. Lo
más rápido que pudo, retrocedió y, alelado, se dirigió a su refugio, cogió sus
cosas y caminando como un autómata se dirigió rumbo a su pueblo. Comprendió que
la suerte estuvo de su lado tres veces durante la jornada. La primera vez,
cuando clavó el machete, la sierpe se sacudió por el dolor ya que, al parecer,
atravesó su gruesa piel; pero el cazador no tomó nota de aquella extraña presencia.
La segunda fue cuando el fuego molestó el costado de la serpiente, y tampoco
aquí se dio cuenta. La tercera y última, fue con el venado que, justo para su
suerte, estuvo presente antes que él se ubicara ante la vista de la Sachamama.
Él mismo, cuando
se recuperó, relató la historia a los lugareños, el cual se sumó a otros más
que también habían tenido la suerte de vivir para contarlo.
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