miércoles, 12 de enero de 2022

Sachamama, madre de la selva

 Recopilación de leyendas de la Amazonía


Antiguamente, en los pueblos de la selva, la caza era una actividad común para el sustento familiar. Los cazadores ingresaban a los recovecos del monte en busca de presas como venados, chanchos salvajes, entre otros.

Un día de esplendoroso sol, uno de aquellos se adentró en la espesura tras de una buena cacería; pero daba impresión que la suerte no estaba de su lado, pues ya llevaba una semana y no había conseguido cazar absolutamente nada.

Sin perder esperanza, penetró todavía más en la selva; cuando de repente el caótico clima se descompuso y comenzó a llover. Descontento por el suceso, se apuró en buscar un refugio entre los árboles, en medio de la opacidad causada por el follaje y el aguacero, hasta que se topó con un viejo árbol caído y de gran tamaño, cubierto de musgo, que atravesaba de palmo a palmo su ruta.

Su experiencia le hizo inferir que aquél era el lugar perfecto para levantar un tambo o choza temporal, hecho de ramas y hojas anchas, para protegerse de la precipitación que ya era todo un diluvio.

Usó el lado del tronco como pared y armó el resto de la guarida previendo de dejar suficiente espacio para su equipo y una fogata. Cuando terminó de construir el lugar provisional acomodó sus cosas y clavó el machete en el árbol caído; pero entonces, un inesperado temblor remeció la selva destruyendo el refugio y desparramando sus pertenencias por el suelo. El pobre cazador se pasó toda la noche tratando de reconstruir su choza hasta que, de madrugada, el clima mejoró y le permitió descansar. Prendió una fogata que le permita abrigarse y preparar sus raciones que, ya en ese momento, le eran escasas.

Ya había amagado buena lumbre que calentaba las piedras y el tronco que le guarecía. El cazador iba disfrutando de agradable tibieza, cuando un nuevo temblor sacudió la selva destruyendo nuevamente el tambo y removiendo la tierra hasta apagar el fuego.

Nuestro personaje se encontraba desconcertado por su mala suerte que desistió levantar de nuevo el refugio y se puso a descansar esperando la mañana para proseguir su actividad, consternado por el extraño movimiento telúrico. Y es así que la curiosidad nacida de la sorpresa, juntamente con la espera, recayó sobre el árbol en el cual se recostaba.

Primero trató de observar los dos extremos del tronco que se perdían entre los matorrales; quería saber que tan largo era la extensión del árbol, ya que su diámetro le parecía exageradamente ancho. Siguió explorando hacia uno de los lados, penetrando entre los arbustos, y se dio cuenta que se dirigía hacia lo que era la parte superior del árbol, pues el diámetro se hacía más delgado a medida de su avance. Al llegar al final, el cazador mostró un rostro de terror: colinas de huesos se levantaban por doquier en un claro gigante de la selva. Los huesos más recientes eran los que se encontraban cerca, mientras que los más lejanos podrían compararse con fósiles muy antiguos ennegrecidos por el tiempo.

Con una mezcla de miedo y letal curiosidad se dirigió hacia el otro extremo; pasó nuevamente por su refugio e ingresó al lado opuesto del sombrío follaje. Haciendo un cálculo aproximado, concluyó que era un árbol de unos sesenta metros de longitud, con un diámetro que se agrandaba conforme avanzaba.

De repente, al llegar casi al final del otro extremo del árbol, una nueva distracción ocupó su mente; era un venado que estaba en un claro, justo donde terminaba la base del tronco. Su sabiduría de cazador le permitió elucubrar que si no aprovechaba ese momento no llevaría nada a casa; sin embargo, algo lo desconcertó, pues sabía que a la distancia donde él se encontraba y sin arbustos ocultándolo, ya había sido percibido por el animal y, a pesar de esto, éste le miraba fijamente y no parecía temerle.

El desconcierto se hizo todavía mayor cuando el cervato se dirigió hacia él y cambió de dirección, justamente unos pasos antes, yéndose a la base del árbol hasta desaparecer de su campo visual. Una explosión de miedo se acrecentaba en él haciéndose, cada segundo, más inmensa conforme ordenaba sus ideas y la sorpresa se rendía ante la realidad.

Reconoció una gigantesca cabeza de serpiente con las fauces abiertas, unos ojos que soltaban un brillo frío, unos cuernos pequeños sobre los ojos, que, según los conocedores, les crece a algunas serpientes cuando alcanzan la vejez, haciendo que la visión se muestre horrorosa. Se cree que cualquier animal u hombre que, por ignorancia o descuido pasa por su delante, cae en el campo encantado de la Sachamama, atraído hacia su poderosa mandíbula para, luego, ser triturado y devorado.

El cazador se percató que unos pasos más lo hubieran convertido en una pila de huesos al otro extremo del maldito ser. Lo más rápido que pudo, retrocedió y, alelado, se dirigió a su refugio, cogió sus cosas y caminando como un autómata se dirigió rumbo a su pueblo. Comprendió que la suerte estuvo de su lado tres veces durante la jornada. La primera vez, cuando clavó el machete, la sierpe se sacudió por el dolor ya que, al parecer, atravesó su gruesa piel; pero el cazador no tomó nota de aquella extraña presencia. La segunda fue cuando el fuego molestó el costado de la serpiente, y tampoco aquí se dio cuenta. La tercera y última, fue con el venado que, justo para su suerte, estuvo presente antes que él se ubicara ante la vista de la Sachamama.

Él mismo, cuando se recuperó, relató la historia a los lugareños, el cual se sumó a otros más que también habían tenido la suerte de vivir para contarlo.

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