Domingo, 22 de
septiembre de 2013 (Publicado en La República)
El regreso. Con su
reciente novela, Mario Vargas Llosa no solo retorna a escenarios peruanos, sino
también pone en evidencia a quienes, desde la acción anónima, preservan los
valores en un país como el nuestro, asediado por la corrupción.
Carlos Villanes Cairo.
Madrid.
El Perú ya no está
tan jodido como hace 44 años cuando Vargas Llosa formuló en su novela,
Conversación en La Catedral, la famosa pregunta de en qué momento nuestro país
había llegado a tal extremo. Ahora se está arreglando, pero todavía late un
gran cáncer: la corrupción en todos los niveles.
Por estos días:
Cipriani trata de enmendar la plana al papa Francisco; Alan García, Toledo y el
reo Fujimori, como los nuevos grandes ricos del Perú; 2 mil policías
destituidos tratan de volver al Cuerpo; repartijas de magistrados y
otorongos ociosos, cleptómanos y analfabetos funcionales. Y un larguísimo
etcétera…
Pero atravesamos un
momento dulce en la economía, y el Perú crece entre tanto gárrulo suelto.
También gracias a personas que desde el anonimato se dejan la piel en esa
reserva moral y mantienen su decencia, su velada heroicidad, su sentimiento de
bien y de dignidad.
La decimoquinta
novela de nuestro Premio Nobel Mario Vargas Llosa centra sus acciones en varios
hombres sensatos que luchan por defender su patrimonio construido en décadas
con mucho sudor. Y carga la pluma, posiblemente, en el más escuchumizado, pero
esforzado, humilde y valiente.
El héroe discreto
(Alfaguara, Madrid, 2013, 383 pp.) es Felícito Yanaqué, casado y con 2 hijos,
“qué enclenque era, su pecho y su espalda casi se tocaban, y qué renacuajo, a
Lituma le pareció casi un enano” (p. 178), empero, muy rico y dueño de una gran
empresa de transportes. Casi en la vejez, conoce el verdadero amor carnal en
brazos de su amante Mabel, a la que pone “su casita” y la colma de regalos,
aunque vive con el miedo de ser 30 años mayor.
Felícito, hijo de
cargador y basurero, recibe como única herencia del padre la frase: “Nunca te
dejes pisotear por nadie”. Piura ha cambiado mucho y alberga a grupos
organizados de maleantes. Unos mafiosos, identificados con una arañita en los
anónimos que le mandan, le piden un cupo de 500 dólares y el empresario
dice, públicamente, que prefiere morir a caer en el chantaje. Eso lo convierte
en un héroe local, porque casi todos pagan “cupos de protección”. Y aun cuando
le raptan a la querida, no ceja, pero un erótico detalle pone a la policía en
la pista de los maleantes. Que consigue atraparlos y descubrir al sorprendente
cabecilla.
Paralelamente, el
autor retorna a Lima para meternos en la piel de tres personajes ya conocidos:
don Rigoberto, Lucrecia, su mujer, y el travieso Fonchito, que ahora simula
alucinaciones para tenerlos jorobados. El padre decide jubilarse. Don
Ismael, su jefe y dueño de una gran empresa, con 80 años sobre las espaldas, le
pide que sea padrino de su boda con su ama de llaves, también varias décadas
más joven que él, para castigar a sus dos hijos porque llevan mala vida y
les oye decir que únicamente esperan su muerte para hacerse de la riqueza. Se
consuma el matrimonio y “las hienas” inician una serie de amenazas y juicios,
mientras don Ismael vive su luna de miel en Europa. Al volver, de pura
emoción, fallece y se arma la trifulca. Con un final, en sendas historias, más
bien rosa que rojo de crimen o venganzas.
Vargas Llosa en su
adictiva y divertida novela vuelve a los barrios piuranos, a la familia de don
Rigoberto, al sargento Lituma, triste y apático como siempre, e incluso a los
Inconquistables, pero también al tono melodramático y folletinesco de las
telenovelas que escribía Pedro Camacho en La tía Julia y el escribidor, y deja
correr sus referencias al disfrute erótico, con escenas de gran humor, y su
desenfadado lenguaje de treintañero, asido a la esperanza de que solo la buena
gente, la decente, y que desde el anonimato actúa con dignidad, sea cual fuese
su rango social, evitará que el Perú siga vejado.
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