jueves, 23 de mayo de 2013

La Biblia: aportes de los estudios modernos



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Si pedimos a cualquier católico que nos diga el nombre de la fruta que Eva ofreció a Adán, con total seguridad nos dirá que fue una manzana. Así lo asegura la tradición popular, y así han representado la escena del pecado original infinidad de artistas a lo largo de la Historia.
Sin embargo, a pesar de que todos identificamos a esta fruta con la idea de pecado, lo cierto es que la Biblia no la menciona en absoluto: «Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió» (Génesis, 3,6). Han sido las distintas confesiones religiosas las que han realizado su particular lectura sobre este pasaje, interpretándolo a su gusto. Así, para los católicos el fruto prohibido era una manzana, los judíos creían que era un higo, los ortodoxos una naranja y, finalmente, para los musulmanes fue un vaso de vino.
El anterior no es más que un pequeño ejemplo que demuestra cómo la Biblia, el libro más vendido y leído –al menos supuestamente– de la Historia, sigue siendo un gran desconocido para la mayor parte de la población. Muchos creyentes creen que los relatos descritos en sus páginas deben interpretarse como una verdad directamente revelada por Dios: son hechos históricos incontestables. Para otros, se trata de hermosas parábolas que, aunque inciertas, transmiten un mensaje de gran contenido ético, moral y religioso. Sin embargo, en los últimos años, los avances en arqueología y religiones comparadas han puesto de manifiesto una realidad que incomoda por igual a judíos y cristianos: la mayor parte de los relatos e historias recogidas en el Antiguo Testamento son viejos mitos sumerios, babilonios o griegos, reescritos por los escribas judíos con fines muy concretos.
Hasta el siglo XIX, las sugerencias acerca de que los escritores de los textos sagrados podían haberse «inspirado» en narraciones más antiguas eran prácticamente nulas, o quedaban rápidamente marginadas. Sin embargo, en este siglo surgen ya las primeras voces de diversos estudiosos que proponen trabajos en este sentido. L. de Wette, por ejemplo, llevó a cabo un trabajo en el que comparaba fragmentos del Antiguo Testamento con algunos de los mitos clásicos recogidos por Homero. Algunas décadas más tarde, en 1892, se publicaba un libro de H. E. Ryle, en el que se aseguraba que los primeros libros del Antiguo Testamento eran reinterpretaciones de mitos babilónicos, «corregidos de forma que presentaran un monoteísmo». Aquellos análisis iniciales, acompañados por ciertos descubrimientos arqueológicos relevantes, marcaron la pauta de una línea crítica con los hechos reflejados en las páginas del Antiguo Testamento.
«Hágase la luz»
«En el principio creó Dios los cielos y la tierra (…). Y dijo Dios: Haya luz, y hubo luz. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de la oscuridad». Con estas palabras comienza el Génesis, el primer libro del Antiguo Testamento. Durante siglos, teólogos y creyentes han considerado estas frases (y toda la Biblia) como hechos ciertos e incontestables, como una narración procedente del propio Creador y que no «bebía» de otras fuentes.
Sin embargo, en 1876 los arqueólogos sacaron a la luz una serie de tablillas cubiertas de escritura cuneiforme que contenían el llamado Poema acadio de la Creación. A partir de esa fecha, los investigadores han encontrado otras copias de dicho texto, cuyo contenido supone un duro varapalo para los defensores de la originalidad de las Sagradas Escrituras. La versión más extensa de las encontradas hasta el momento se conoce como Enuma Elish (las primeras palabras del texto, que se traducen como «Cuando en lo alto…») y está compuesta por siete de estas tablillas.
En su libro Los mitos hebreos (Alianza Editorial), Robert Graves y Raphael Patai describen con detalle el contenido de dicha narración: en el comienzo de los tiempos, los dioses Apsu (el procreador) y Tiamat (la Madre) se unieron y engendraron numerosos monstruos. Tiempo después surgió una generación de dioses más jóvenes. «Uno de ellos, Ea, dios de la sabiduría, desafió y mató a Apsu. Tiamat se casó con su propio hijo Kingu, engendró monstruos con él y se dispuso a vengarse de Ea». El único que tuvo valor para enfrentarse a Tiamat fue el hijo de Ea, Marduk. Éste mató a Tiamat y, tras partirla por la mitad, utilizó una de las partes «como firmamento, para impedir que las aguas de arriba inundaran la tierra; y la otra como base rocosa para el mar y la tierra». Este fragmento del Enuma Elish recuerda sospechosamente al relato del Génesis sobre el segundo día de la creación: « (…) Y dijo Dios: Haya un firmamento en medio de las aguas y que separe las aguas de las aguas. E hizo Dios el firmamento y apartó las aguas que estaban debajo del firmamento de las que estaban arriba del firmamento. Y llamó Dios al firmamento cielos».
No es el único elemento similar que encontramos en el texto acadio (muy anterior al relato bíblico) al compararlo con el Génesis. Tras asesinar a Tiamat, Marduk se dispone a crear todo lo visible, y esta labor coincide casi punto por punto con lo reflejado en las páginas del Antiguo Testamento. Según el Génesis, Dios, tras crear el firmamento y separar la tierra de los mares, se dedicó el cuarto día a generar el sol, la luna y las estrellas. Al día siguiente los monstruos marinos, los peces y las aves. Finalmente, el sexto día dio forma a las bestias terrestres, las sierpes y al ser humano. Y al séptimo día descansó… «El Enuma Elish –explican Graves y Pataipresenta el siguiente orden: separación del cielo de la tierra y el mar, creación de los planetas y estrellas, creación de los árboles y las hierbas, creación de los animales y los peces, creación del hombre por Marduk con la sangre de Kingu».
Adán, Eva y la Caída del Hombre
Al igual que sucede con el caso anterior, el relato de la Creación de una pareja original aparece en numerosas tradiciones míticas del Oriente Próximo. Todas estas historias son, por supuesto, muy anteriores a la redacción de la Biblia.
Según el Génesis, Dios creó a Adán el sexto día, y para ello utilizó polvo de la tierra. Como saben bien los mitólogos, los relatos sobre dioses que crean al hombre a partir de tierra, polvo o arcilla son muy comunes. «En Egipto, el dios Khnum –o Ptah– creó al hombre con una rueda de alfarero», explican los autores de Los mitos hebreos. «En Babilonia, la diosa Aruru –o Ea– modeló al hombre –llamado Endiku– con arcilla».
En Génesis 3:20, Adán llama a Eva «madre de todos los vivientes», una denominación que ya habían recibido la divinidad sumeria Aruru o Ishtar. Por si fuera poco, al igual que Eva le abre las puertas de la sabiduría a Adán dándole a comer el fruto prohibido, también Aruru –la diosa– otorga la sabiduría a Endiku. El escritor y gran maestre masónico Robert Ambelain, en su libro Los secretos de Israel (Ed. Martínez Roca), también señala la existencia de sospechosas similitudes de la Biblia con los mitos recogidos en la última parte del Avesta, el libro sagrado del zoroastrismo. Según este texto, el dios del bien, Ormuz, colocó en la Tierra al primer hombre y la primera mujer, llamados Meshia y Meshiané. Ormuz había prometido a la pareja original una felicidad eterna, tanto en la existencia terrenal como en la celestial, a cambio de que le rindieran adoración a él en exclusiva. Durante mucho tiempo, Meshia y Meshiané cumplieron con su palabra. Sin embargo, cierto día, el dios del Mal, Arimán, se dirigió a ellos bajo su forma de serpiente y, con engaños, les convenció para que le adoraran. Tras la traición, Ormuz condenó a la pareja a una vida de sufrimiento.
Igualmente similar resulta otro relato, en este caso sumerio: el mito de Enki y Ninhursag. En esta leyenda aparece un paraíso, similar al descrito en el Génesis. El «Edén» sumerio se llama Dilmum, y en él no existían la muerte ni la enfermedad. En este antiguo mito, la diosa-madre Ninhursag creó ocho plantas en Dilmum. Cuando Enki supo de su existencia, quiso probarlas, de modo que envió a su mensajero Isimud para que las robara. Enki probó de todas ellas, y cuando Ninhursag se enteró entró en cólera y lanzó una maldición de muerte contra Enki. Éste sufrió dolores en ocho partes de su cuerpo, pero los dioses mayores obligaron a Ninhursag a curarle. Así que la diosa creó ocho divinidades menores para que curaran a Enki. Una de las zonas enfermas era la costilla, y la deidad encargada de curarla se llamó Ninti, que significa ‘mujer de la costilla’. Los estudiosos que han comparado este mito con el del Génesis han advertido las curiosas semejanzas entre ambos relatos. Tanto en uno como en otro aparece un paraíso maravilloso en el que no existen ni la muerte ni la enfermedad. Se habla también de unos frutos prohibidos que son ingeridos (por Adán y Eva en el Génesis y por Enki en el relato sumerio), lo que causa un castigo o maldición y, para terminar, encontramos también la referencia a la costilla y su relación con la figura femenina.
Por último, existe aún otro mito babilonio que recoge características y rasgos similares. Se trata de la Epopeya de Gilgamesh –de la que hablaremos más adelante–, en la que este héroe, en su búsqueda de la inmortalidad, logra hacerse con una planta de la eterna juventud que se halla oculta en el fondo del mar. Sin embargo, el preciado tesoro duró poco en manos de Gilgamesh ya que, mientras tomaba un baño, alguien robó la valiosa planta. El ladrón no era otro que… ¡una malvada serpiente!
Noé no fue el primero
En 1872, George Smith, un joven de 22 años empleado del Museo Británico, se encontraba traduciendo unas antiguas tablillas desenterradas por los arqueólogos veinte años atrás. Mientras trabajaba con una de las piezas, el relato que estaba surgiendo ante sus ojos hacía referencia a un barco que se había posado en una montaña, y de tres pájaros que salieron de él, tras un terrible aguacero. Aquella historia podría ser la de Noé y el Diluvio bíblico, de no ser porque el texto que estaba traduciendo Smith en aquel momento pertenecía a una escritura cuneiforme descubierta durante una excavación en Mesopotamia.
Una historia muy similar a la desvelada por Smith era conocida hacía tiempo, a través del relato que había dejado un historiador caldeo llamado Beroso en el siglo IV a. C. Ante el problema que suponía aquella narración legendaria tan similar a la del Noé bíblico, los teólogos cristianos y judíos respondieron diciendo que Beroso había copiado al autor del Génesis, y no al revés. Sin embargo, el hallazgo de Smith daba un nuevo giro a la polémica, ya que aquellas tablillas del Museo Británico, que recogían la famosa Epopeya de Gilgamesh, estaban datadas en el siglo VII a.C., y eran la copia de un texto mucho más antiguo… Mucho más que el relato del Génesis. Y esta parecía ser, a todas luces, la fuente que había utilizado Beroso para la redacción de su relato sobre el Diluvio, por lo que era el Génesis quien había copiado, y no al revés.
Por supuesto, el descubrimiento del joven Smith –puesto en conocimiento de la Sociedad de Arqueología Bíblica durante una conferencia impartida el 3 de diciembre de 1872– supuso una auténtica revolución en diversos ambientes. Pero, ¿qué cuenta exactamente al respecto la Epopeya de Gilgamesh? La escritura cuneiforme grabada en las tablillas, concretamente en la número once, relata la historia del héroe, que viaja en busca de un modo de alcanzar la inmortalidad. En su periplo, Gilgamesh llega a una remota isla en la que reside su antepasado Utnapishtim y es éste quien le revela una sorprendente historia. Mucho tiempo atrás, Ea, el dios de la sabiduría, advirtió a su fiel Utnapishtim –quien siempre le había rendido adoración– sobre las intenciones de otros dioses, comandados por Enlil, de destruir a toda la humanidad mediante un terrible diluvio. Ea facilitó a su siervo las instrucciones precisas que debía seguir para escapar al cruel castigo y salvar la vida. Entre ellas estaba la construcción de un navío, en el que debía alojar a sus allegados. Al igual que se describe en la historia de Noé, también Utnapishtim libera una golondrina, un cuervo y una paloma. Robert Graves y Raphael Patai también recogen –además del anterior– otro antiguo mito de similares características. En este caso se trata de un relato griego, en el que Zeus decidió acabar con los hombres. También aquí encontramos un ‘Noé’, en este caso llamado Deucalión, a quien su padre, el titán Prometeo, advirtió de la inminencia de la catástrofe. Para salvar su vida, Deucalión construyó un arca, la cual llenó de provisiones, y se hizo acompañar por su esposa Pirra.
Como apreciará el lector, la historia de Noé y el Diluvio Universal es, al igual que hemos visto con la Creación y la historia de Adán y Eva, una reelaboración de mitos babilonios y caldeos más antiguos. Para Ambelain, la explicación al origen de Noé es muy clara: «Los hebreos recibieron este relato de las tradiciones vehiculadas por la descendencia de Abraham, que era originario de Ur, en Caldea, o lo recogieron durante el cautiverio en Babilonia. Tanto en un caso como en otro, Moisés no recibió las enseñanzas en la cima del Sinaí, por propia boca de Dios».
Para los cristianos y judíos fundamentalistas, sin embargo, la cosa no está tan clara. Según, la existencia de la Epopeya de Gilgamesh no demuestra que el Antiguo Testamento sea una copia de dichas leyendas, sino que son estas las que se hacen eco de un suceso antiquísimo ocurrido realmente, y que fue protagonizado por Noé.
En su libro, Graves y Patai recogen otros muchos ejemplos de este tipo de «reelaboración de mitos» existente en la Biblia. Ese parece el caso de la narración sobre las hijas de Lot. Según las escrituras, tras huir de Sodoma, Lot y sus hijas creyeron ser los únicos supervivientes de la humanidad. Por este motivo, las muchachas decidieron que, para preservar su especie, debían engendrar con el único hombre que quedaba vivo: su padre. Para conseguir su objetivo, las hijas emborracharon a Lot, y «yacieron con él». Este pasaje de incesto, según los autores de Los mitos hebreos, parece idéntico «al mito jonio de Tammuz, cuya madre, Esmirna, había embriagado a su padre, el rey Tías de Asiria, y yacido con él durante doce noches».
La historia de José
Si las narraciones sobre la Creación y el Diluvio parecen, como hemos visto, reinterpretaciones de mitos más antiguos, lo mismo sucede si examinamos con detenimiento otros pasajes del Antiguo Testamento. Este es el caso, por ejemplo, de la historia de José, el hijo de Jacob, vendido como esclavo y llevado a Egipto, donde terminará prosperando tras interpretar con acierto los extraños sueños que sufre el faraón. Actualmente, los historiadores creen que, con seguridad, las peripecias vividas por José no son sino creaciones literarias elaboradas mil años más tarde de la fecha en la que supuestamente ocurrieron. Esa es la opinión, por ejemplo, de Mario Liverani, profesor de Historia en la Universidad de La Sapienza (Roma).
La historia de José resulta muy similar a las de otras figuras importantes. Por ejemplo, el caso de Ahiqar, un hombre humilde que termina siendo consejero del rey Assharaddón (siglo VII a.C.). No es el único. Otros personajes, antes y después, aparecen reflejados en crónicas y leyendas viviendo experiencias similares. El historiador griego Herodoto, por ejemplo, recoge en sus escritos el caso de Democede, un médico que fue apresado y convertido en esclavo en la Corte de Darío, hasta que logró ascender al puesto de consejero real.
Estas similitudes de José con el prototipo de ‘héroe’ que, desde lo más bajo, alcanza las cotas más altas de poder, ha llevado a los investigadores a creer que posiblemente la historia relatada en la Biblia sea una creación posterior a la época del exilio en Babilonia. Estos detalles, unidos a los datos referidos en el relato sobre las estructuras sociales y económicas, hacen imposible que fuera redactada antes del siglo V a. C. «Se trata de una narración utópica», asegura Liverani.
Ni siquiera Moisés, liberador del pueblo de Israel y depositario de las leyes divinas, escapa a la duda de la creación legendaria. Como todo el mundo sabe, el Éxodo cuenta cómo poco después que naciera Moisés, el faraón egipcio ordenó que todos los varones judíos fueran asesinados: «Arrojad al río a todo varón que nazca» (Éxodo, 1:22). A pesar de que logró ocultarlo durante algún tiempo, finalmente su madre Jocabed se vio obligada a abandonar a su pequeño en las aguas del Nilo, protegido en una canastilla. Casualmente, el pequeño Moisés es encontrado por la hija del faraón, y adoptado por ésta. Pero, por increíble que parezca, Moisés no fue el único que gozó de esa suerte. Al menos, eso aseguran otros relatos en los que se cuenta una historia casi idéntica a ésta, aunque protagonizada por otros personajes importantes, como Sargón I de Acad (2300 a.C. aprox.), o Ciro II de Persia, quienes también se habrían salvado de una muerte segura en su niñez, a pesar de haber sido abandonados por sus madres en aguas de un río, introducidos en una canasta…
También existen precedentes muy parecidos en la mitología de otras religiones. El periodista y escritor Lisandro de la Torre recogía uno de estos ejemplos: «Esta leyenda es idéntica a la del nacimiento del semidiós Kama en el tercer libro del Mahabarata indostánico, que Schulz transcribe. Pritha, fecundada secretamente por Surya, dios de la luz, para ocultar su vergüenza colocó a su hijo en un cesto de mimbre y lo entregó al río Acwa, que lo arrastró hasta el Ganges, donde Alhirata y su mujer Rahda lo recogieron y adoptaron».
Arqueología frente a fe
Si el siglo XIX marcó el inicio del escepticismo y la crítica de diversos autores sobre la originalidad de algunos de los relatos bíblicos, el siglo XX ha aportado nuevos hallazgos a este respecto, aunque desde el punto de vista de la arqueología.
A pesar de que no pocos estudiosos han desarrollado investigaciones arqueológicas con la intención de corroborar algunos pasajes de las Sagradas Escrituras –con mayor o menor fortuna–, sin duda alguna los mayores avances proceden de ciertos científicos cuyas investigaciones no han sido ajenas a la polémica. Ese es el caso de los profesores Israel Finkelstein y Neil Asher, ambos arqueólogos de la Universidad de Tel Aviv (Israel). En 2001 publicaron La Biblia desenterrada un libro que levantó ampollas entre los creyentes y teólogos judíos y cristianos de todo el mundo, pero especialmente en su país natal, donde fueron acusados de traidores de la patria. ¿Qué contenía el libro para causar semejante revuelo? Pues, entre otras cosas, ponía en duda la historicidad de la vida de Moisés, del Éxodo y de otros muchos pasajes supuestamente veraces presentes en el Antiguo Testamento, después de analizar minuciosamente los datos obtenidos durante sus excavaciones arqueológicas.
Entre las desestabilizadoras conclusiones a las que han llegado estos investigadores, se encuentran la negación del pasaje de las murallas de Jericó, que según las escrituras fueron derribadas por el sonido de las trompetas del ejército del Pueblo Elegido. Para desgracia de los creyentes más conservadores, las excavaciones arqueológicas desvelaron que en el siglo XIII a.C. Jericó era apenas un pequeño poblado, que carecía de amurallamiento. Tampoco David y su hijo Salomón parecen ser los grandes monarcas que describe el Antiguo Testamento. Según la Biblia, el reino de Israel en aquella época poseía un gran poderío, con una prospera capital, Jerusalén. Las prospecciones arqueológicas tampoco han dado la razón a tales aseveraciones, ya que lo que han sacado a la luz demuestra que, en la época de estos dos míticos reyes, Jerusalén era una pequeña población, nada que ver con la imagen fastuosa y poderosa que ofrece la Biblia. Según Finkelstein y Asher, resulta imposible que Moisés escribiera el Pentateuco (los primeros cinco libros de la Biblia), entre otras cosas porque el Deuteronomio, el último de ellos, «describe el momento y las circunstancias exactas» de la muerte del propio Moisés.
Por otro lado, el Éxodo tiene pocos visos de verosimilitud. Según los textos sagrados, cientos de miles de judíos fueron guiados por Moisés a través del desierto, en su periplo de cuarenta años antes de alcanzar el monte Sinaí. Sin embargo, según los arqueólogos israelíes, los archivos egipcios de la época, que por lo general dejaban constancia escrita de cualquier suceso relevante ocurrido en su territorio, no hacen ni una sola mención a la presencia de semejante masa humana vagando por las arenas del desierto. Además, en la fecha en la que se supone se produjeron aquellos sucesos, habría sido prácticamente imposible que los judíos no fueran descubiertos durante su peregrinar, ya que Egipto poseía una serie de fortificaciones militares a lo largo y ancho de su territorio. A pesar de eso –señalan los arqueólogos–, «ni una sola estela los menciona».
Así se creó el mito
Si los arqueólogos israelíes están en lo cierto, tal y como se desprende de sus investigaciones, ¿cómo se forjó aquel cúmulo de mitos, leyendas y relatos más o menos fantásticos? Para Finkelstein, el Pentateuco, atribuido a la pluma de Moisés, es en realidad «una genial reconstrucción literaria y política de la génesis del pueblo judío, realizada 1.500 años después de lo que siempre creímos». Según esta hipótesis, estos textos sagrados comenzaron a ser reunidos y organizados durante el reinado de Josías, que gobernó Judá en torno al siglo VII a.C. El objetivo de aquella magna obra literaria no era otro que crear una nación unida, a partir del reino del norte (Israel) y el del sur (Judá). La intención era instaurar el monoteísmo –que no surgiría hasta ese momento-, de forma que el pueblo judío se convirtiera en uno solo, dirigido por un único Dios y gobernado por un rey. De modo que los escribas inventaron una historia común, a la medida de sus necesidades.
Así que ni hubo culto a un único dios desde tiempos pretéritos, ni se produjo Éxodo alguno, ni conquista de Canaán. Además, las historias sobre la Creación, el Diluvio y otros muchos pasajes fueron adaptadas y reescritas –como ya hemos visto– a partir de antiguos mitos babilonios y sumerios, de cuya existencia habrían tenido conocimiento durante el periodo del cautiverio en Babilonia.
Con semejantes conclusiones, no es de extrañar que Finkelstein y Asher, al igual que otros estudiosos con ideas similares, hayan sido criticados con dureza e incluso tildados de enemigos de su propio país. Y es que los resultados de sus largos estudios e investigaciones no sólo tienen consecuencias históricas y religiosas, sino también, y esto es quizá lo más importante, graves implicaciones políticas.

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