Por: Freddy A. Contreras Oré
Durante la guerra de triste recordación que libramos contra Chile, era conocido que las tropas de ambos bandos en pugna se movilizaban con una cohorte de mujeres y que la presencia de las susodichas era permitida por el alto mando ya que ellas colaboraban en diferentes actividades a su vez que eran cocineras, lavanderas y enfermeras.
Al repasar la historia de nuestros pueblos, hallamos indicio de esta costumbre desde tiempos de la lucha independentista, cuando las masas americanas se agitaron desde México hasta la Patagonia en arras de romper con el yugo de España.
En la acepción militar una cantina no es una taberna; sino un lugar donde se puede encontrar bebida, alimento y hasta menaje de enfermería. De México al resto de América, las "cantineras" eran las mujeres de los soldados de tropa, la mayoría indígenas, que acompañaban a los ejércitos para servir la bebida y el rancho. Pronto los servicios de aquéllas se hicieron urgentes porque asumieron la preparación y el aprovisionamiento de comida, el agenciarse del forraje para los caballos y mulas, el traslado del bagaje de la guerra; así como, la atención de los heridos y enfermos. Los oficiales pudieron percibir que la presencia de estas legendarias y bravas mujeres garantizaba también la disminución de la deserción y les permitió su presencia, en casos, con el acompañamiento de sus hijos menores. Cuando sus hombres morían en combate, podían tomar otro compañero y a veces coger las armas del caído para participar de la guerra. En ocasiones, no fueron sólo las esposas, sino también concubinas, hermanas y madres que marchaban tras la tropa al cuidado de sus seres queridos.
Las cantineras participaron de la lucha por la independencia en todos los países de América hispana; otros apodos que les endosaron fueron "soldaderas", "vivanderas", "adelitas". Tuvieron también sus jefas a las que llamaban "coronelas". En el Perú eran conocidas como "rabonas"; motejo que el poeta de la independencia, Mariano Melgar, registra en sus crónicas haciendo referencia a que los caballos sin cola eran conocidos como rabones y como, en un inicio, estas mujeres no eran aceptadas junto a la tropa y las castigaban cortándoles las trenzas, por analogía, ellas también eran rabonas; así las bautizaron y así fueron inmortalizadas.
La historia reserva un sitio único a algunas de ellas, como la rabona Nicolasa Huacacolqui, paucartambina que se convirtió en la fervorosa servidora del taita Cáceres, participó en todos los avatares del traslado de los remanentes del Primer Ejército del sur para la defensa de Lima y apoyó con ánimo guerrero la Resistencia de la Sierra. Otra de ellas, aguerrida y valerosa, fue doña Úrsula Vargas, chalaca que desde 1865 se integró en las filas del batallón Zepita y actuaba en cuanta revuelta política le diera ocasión de tomar las armas siempre que las vicisitudes de la bronca lo apremiase. Nuestro recordado batallón Concepción Nº 1 partió para conformar el Ejército de Reserva un 20 de noviembre de 1879 registrando en sus filas a 86 esforzadas herederas de las Heroínas Toledo.
En el caso chileno, las cantineras que participaron en la Guerra del 79 adquirieron una nueva condición en el Ejército de Línea; fueron patriotas que se enrolaron como asistentas y enfermeras. Con el tiempo y ante la experiencia ganada y la calidad de sus servicios fueron adquiriendo grados y derechos militares; usaban el uniforme del ejército chileno. Éstas ganaron prestigio con el sobrenombre "Las bombachas coloradas" porque, siendo rojo el pantalón del soldado chileno, para el uniforme de ellas se diseñó unos calzones rojos muy holgados que embutían en sus botas a media pierna. Su vestimenta se completaba con el dormán azul.
Frente a estas damas de rango, las compañeras del soldado chileno que cumplía el rol equivalente a nuestras rabonas tuvieron que adoptar una denominación diferente. Eran las "camaradas" o "soldaderas", como consta en los escritos históricos de investigadores chilenos.