Por: Rubén Villasante Guerrero
A
Petry Marín
Por
la locura newtoniana
de
transformar al límite el desenlace.
La
locura, a veces, no es otra cosa que la razón
presentada
bajo diferente forma.
Johann Wolfgang von Goethe
Tengo miedo cada vez que veo un loco, pero los
locos atraen poderosamente mi atención y me gusta mirarlos detenidamente, pero
tengo miedo a que se den cuenta que les estoy mirando y se enojen. Aunque no es
miedo o no sólo es miedo, es también una obsesiva curiosidad, ese extraño deseo
de fisgonear lo incomprensible, lo peligroso, algo que contiene una inaudita
crueldad, algo que me provoca un profundo sentimiento de tristeza, que no puedo
evitar el suspirar. Y es que a veces, algunas veces, digo, pocas veces,
encuentro algo mío en ellos o algo de ellos en mí. Entonces me estremezco todo,
hasta el aturdimiento. Yo no estoy loco, tengo ciertas sinrazones, determinados
contrasentidos, discretos deslices, como todos, pero son conjurados,
reprimidos, aplacados ipso facto.
Cuando era niño, en mi pueblo había una pareja de locos:
el Loco Chimenea y la Loca Chabela. No, no, no es que ellos eran pareja. No.
Eran un par de locos: un hombre loco que vivía su locura y, aparte, otra mujer
loca con sus locuras propias. El Loco Chimenea y la Loca Chabela, así con
mayúsculas, eran personas de respeto y queridos en el pueblo. El Loco Chimenea
era moreno, tenía barba y el pelo ensortijado y entrecano. Nunca supe su
nombre, tenía curiosidad por saberlo, pero temía preguntar, que tal si me
decían que se llamaba igual que yo o me decían que en realidad él era mi papá,
que mi papá no es mi papá, que él es mi papá. De niño yo no podía procesar eso,
simplemente lo pensaba y me asustaba. Igual con la Loca Chabela, ella era de
tez blanca y largas trenzas, así dicen que era mi abuela. ¿Isabel era su nombre
o el hipocorístico Chabela ya había devenido en su nombre? Tampoco pregunté a
nadie por ella, me abrumaba la misma incertidumbre, podría haber sido mi madre.
¿Quién sabe? Pero, bueno, ya, seguro que no eran mis padres, pero podrían ser
parientes cercanos. En pueblo chico…
Pensando en eso, temía que más adelante me podría
agarrar a mí también la locura y estar andando igual que ellos. Me asustaban
esas ideas, pero también, a veces, me alegraba, ya no podrían acusarme como lo
hacían, sería inimputable.
El Loco Chimenea hacía
sentir su presencia, cantaba fuerte, a capela y muy entonado: “tú y las nubes me traen muy loco, tú y las nubes me van a matar…”
Otras veces anunciaba su presencia con el sonido de las latas vacías que
arrastraba en costales. Caminaba majestuoso, luciendo sus andrajos. La Loca
Chabela era también muy altiva. Usaba unos faldones coloridos que llegaban
hasta el suelo, unos corpiños con una serie de brocados, parches y zurcidos.
Lucía, muy soberbia, su corona: una chompa de orlón enrollada, de color
amarillo patito pero quemada a medias, con partes chamuscadas y tiesas y otras
intactas y refulgentes. Sus botones achicharrados eran aludidos como
incrustaciones de piedras preciosas.
El Loco Chimenea era
humilde y servicial. Ayudaba a muchas familias en hacer mandados o en hacer
limpieza. Su carga de latas se hacía cada vez más grande. Recogía latas de
leche, de conservas de pescado o de frutas en almíbar. Sus costales también los
hacía crecer. En una ocasión, andando por la plaza principal, arrastrando su
latoso fardo, le llamaron del interior de la panadería. Dejó su equipaje en el
suelo, agachado, humildemente, ingreso a recibir los bizcochos que le ofrecían,
mientras que el personal de la baja policía echaba el costal con todas sus
latas al camión de basura. Al salir Chimenea, no encontró su valioso cargamento
y, desesperado, como loco, empezó a buscar por todos lados… Otra acción
memorable fue cuando se le dio por ir de Concepción a Huancayo, a 22
kilómetros, pero iba y volvía corriendo por el borde de la carretera. Cada
cierto trecho, en su carrera, retrocedía dos o tres pasos, como tomando nuevo
impulso. Muchos lo vieron en diferentes partes de la ruta y el comentario era
generalizado. Él fue el primero en correr la Maratón de los Andes, quizá su
creador. Se supo también que algunas personas se compadecían de él y le daban
un aventón. Pero ocurrió que uno de estos generosos amigos, le hizo subir a la
maletera del auto y se olvidó de él. Llegó a Huancayo, realizó sus actividades,
regresó a Concepción y guardó el auto. En la noche su esposa sale al baño y
siente bulla al interior del auto. Asustada le avisa al esposo, quien recién
recuerda que había subido al Loco Chimenea en la maletera. A partir de este
suceso, si alguien ofrecía recogerle en la carretera, respondía: No gracias. Estoy apurado.
La Loca Chabela interactuaba menos. Se paseaba
oronda por las calles. En el brazo izquierdo flexionado, llevaba elegantemente
su cartera, que era una lata de pintura, en la cual llevaba piezas de hígado de
res que le obsequiaban en el mercado. Untaba sus dedos con la sangre y se
pintaba unas notorias chapas en sus blancas mejillas. Hablaba de grandezas.
Contaba que, en un barco de la marina, más de cien marineros cogían desde sus
extremos, muy extendido, su nuevo vestido. Ella era la reina Isabel de
Inglaterra. Erguía la cabeza y con gran delicadeza y estilo, arreglaba su
corona, tocando y acomodando hacia el frente las incrustaciones de piedras
preciosas. Hacía un mohín desdeñoso a quienes la miraban y se alejaba.
Fueron los entrañables y
sobrecogedores locos de mi infancia, quienes impregnaron en mi ser una serie de
sentimientos, turbaciones y temores. ¿Cómo se vuelve loca la gente? No hay
locos de nacimiento, como el autismo o el Síndrome de Down. Personas
respetables y serias hablaban apodícticamente, de cómo ciertas personas habían
llegado a la locura. El director de la escuela, por ejemplo, afirmaba con total
certeza que los estudiantes se volvían locos por estudiar mucho y comer mal: el hambre de razón que le enloquece y la sed de demencia que le
aloca, declamaba. La vendedora de flores recomendaba: nunca digan ‘te amo con locura’, porque el amor también desquicia
a la gente. Contaba el caso de una mujer chilena, artista, quien
mantuvo un tórrido y tormentoso romance con un hombre más joven que ella y que
cuando éste se marchó, ella había enloquecido hasta el suicidio. Otro caso. El
cura del pueblo andaba muy chiflado y se rumoreaba que se había vuelto así de
tanto masturbarse. Espantado, presentía que me aludían, pues padecía todo lo
señalado. Entonces, sabía que mi camino a la locura estaba asegurado. ¿Qué
hacer? ¿Cómo retrasar lo más posible o -por lo menos-, cómo hacer para que
nadie se dé cuenta? Siempre trataba de portarme bien, correctamente, de no
moverme mucho, de no hablar de más, de no hacer preguntas impertinentes, no
vaya a ser que alguien me diga: que loco que estás, que loco que eres, o peor aún, amarren al loco y la sola mención de la palabra, al
acecho de mis miedos, desencadene mi locura y aparezca sin control todos mis
desequilibrios.
Por varios años todo marchaba bien, tenía un patrón
de comportamiento normal, casi había olvidado por completo mis temores y
angustias. Sin embargo, un nuevo loco apareció de bruces en mi vida, removiendo
los conchos sedimentados de mis miedos y zozobras. Vi a un loco deambulando en
medio de la nada. Viajaba sin destino a la selva central, cuando en la zona de
Lomo Largo, entre Jauja y Tarma, vi a un muchacho, tanteando sus pasos,
avanzaba, retrocedía, se paraba, movía los brazos, levantaba y bajaba la cabeza.
Indeciso. Se rascaba los testículos expuestos, las axilas… En diez, quince
kilómetros a la redonda no había un alma ni una choza donde protegerse del sol,
del frío y de la lluvia. ¿Qué hacía ahí? ¿Cómo había llegado ahí? ¿Qué comía?
¿Dónde se cobijaba? Desee bajar del ómnibus, acercarme, hablarle… Paralizado,
boquiabierto, quede pegado a la ventana, percibiendo como mi ser demente se
empequeñecía, mientras el carro rugía trepando raudo hacia el abra. Contemplaba
las lomas llenas de ichu y piedras. Pero él ya se había instalado en mi mente.
Veía las crenchas apelmazadas de su cabello en medio de la cabeza de cada
rostro que miraba. Vislumbraba los guiñapos de su ropa en el ajuar de los
santos de la catedral. Percibía que las ramas de los árboles danzaban con el
movimiento incierto y desacompasado con que se movía en la carretera. Pero lo
más patético y turbador era cuando se me aparecía en sueños y manteníamos
largos diálogos, pláticas intensas, elucubradas disquisiciones. ¿Cómo se
percibe la realidad desde una mirada de locura? ¿Ellos están como en un túnel,
viendo sólo trazas y sombras? ¿No es acaso, que igual todos estamos en una gran
bóveda y no vemos más que siluetas y apariencias? … ¿Los ojos de todos los
animales verán lo mismo que los ojos de todos los hombres? ¿Una mosca, por
ejemplo, con esos ojazos grandes y extraños, verá lo mismo que la gente?…
Entonces, ¿cuál es la realidad válida? ¿Dónde se encuentra la verdad? ¿En
nuestra soberbia pretendidamente juiciosa, cuerda y antropocéntrica?
Crucé pueblos y
villorrios esparcidos en un infierno verde de vegetación. Traspasando sus
cercanos extramuros, penetraba en un ambiente laberíntico de cerros, quebradas,
ríos y cascadas que punzaban y desafiaban las esperanzas. Pozuzo y su exótica
singularidad me retuvo varios días. Alemanes y austriacos asentados desde hace
más de un siglo en esta colonia habían logrado mantener su identidad raigal
pero a la vez se habían hecho al ambiente cálido y generoso de la selva alta
peruana. Deambulando desorientado por sus calles, encontré trabajo de mozo en
el restaurante de la señora Danna Mitterhofer. En las tardes calurosas, después
de lavar todos los trastos y de hacer la limpieza, nos sentábamos a la sombra
de la pomarrosa a conversar. En una de esas tardes le conté del loco de Lomo
Largo. Me escuchó con atención, percibía mi angustia y moviendo la cabeza
afirmativamente, pronunció una extraña palabra en alemán, un sonido nasal que
escuché algo así: “nnagrennship”, le hice pronunciar varias veces y finalmente escribió
en el pizarrín: Das Narrenschiff…
·
¿Qué es eso? –pregunté.
·
Das Narrenschiff era la nave de los
locos. Mi abuela me contaba que había muchas historias, muchos cuentos de Das
Narrenschiff, de la nave de los locos. Las autoridades recogían de las calles a
mendigos, huérfanos, soldados inválidos, ociosos, alcohólicos, delincuentes
comunes y por supuesto locos. Todos eran amontonados como locos. Los metían a
una embarcación, los halaban a altamar y los abandonaban al garete, en una
navegación sin destino. Nadie sabe qué pasaba con ellos. Era una práctica muy
común en toda la Europa medieval. Los franceses le llamaban La nef des fous, la
nave de los locos; y, los italianos tenían su Stultifera Navis, la nave de los
estultos. Para la gente de las ciudades europeas era mejor tener enemigos
cuerdos que amigos locos. Algunos esperaban su retorno, sensatos y lúcidos,
pues creían que la soledad cura la locura, porque podían mirarse a sí mismos,
hacer reflexiones introspectivas y encontrarse consigo mismos. Así, retornar a
la cordura.
Comprendí que aquella antigua práctica del viejo
mundo, como muchas otras taras de la mentalidad medieval europea, fueron
implantadas en el nuevo mundo y continuaban presentes y vigentes, pues
recorriendo los caminos del Perú, en su intrincada geografía, volví a ver locos
abandonados en las carreteras, por los desiertos de Nazca y de Sechura, por las
pampas y cumbres de la sierra andina, había locos desperdigados por todo el
territorio del Perú. Seguramente eran considerados personajes indeseables de
las ciudades, porque les apestan y afean sus paisajes, por eso los desaparecen
de su vista. Los recogen de las calles y los dejan abandonados en lugares
solitarios, en medio de la nada. Están en este mundo, pero ya no están en
nuestro mundo. Así, se abren espacios, lugares en este mundo que ya no son de
este mundo terrenal, pero tampoco son del más allá. Son lugares intemporales,
sin historia y sin destino.
Capitulada mi adolescencia a fuerza de desventuras,
desarmada mi juventud, en estado puro de sobrevivencia, mis devaneos con la
locura persistieron. Asentado en Lima, atraído por su odioso centralismo,
conocí a muchos locos que convivían en medio de la indiferencia y el abandono.
En las primeras cuadras del jirón Moquegua, en el Cercado de Lima, en una
antigua casona abandonada, sobre sus muros a punto de derrumbarse, se sentaba
un loco. Vestía con una indumentaria exuberante: varios pantalones haraposos
superpuestos, diversas camisas raídas, un conglomerado de fajines
deshilachados, una levita estrecha y una súper capa que se extendía por debajo
de sus pies. Engalanado como un poderoso emperador. Tenía también un gran
báculo, más alto que él. Sentado sobre su atalaya, con la cabeza ligeramente
levantada contemplaba el horizonte de su imperio. Luego de comprobar y disponer
en sus dominios, bajaba y caminaba entre el vulgo de esta profana vida, cayado
en mano, avanzaba por las calles. Lo veía ir y venir en un recorrido
sinsentido.
En una de esas caminatas, me animé a hablarle:
·
¡Buenos días! ¿Con quién tengo el
honor? –saludé respetuoso.
·
Muy buenos días. Está usted hablando
con el Ave Rock –dijo, con notable dicción.
·
Y, ¿podría contarme quién es el Ave
Rock?
·
Por supuesto. Tome asiento, póngase
cómodo. ¿Sabe usted algo del Ave Fénix?
·
¿El ave Fénix…? Sólo sé que era un ser
que revivió de sus cenizas…
·
El Ave Rock es una transmutación
genética del Ave Fénix. No solo puedo volver de mis cenizas sino que me puedo
transformar en lo que deseo. Esta mañana, luego del incendio de anoche, fui
urgido de parar este desquiciado mundo. Esta mañana fui Pegaso y volando di la
vuelta al mundo. He visto el amanecer desde todos los horizontes, buscando, al
revés de Arquímedes, un punto de apoyo, para frenar el mundo.
Extasiado disfrutaba esa
extraordinaria conversación sin percatarme que había varios curiosos a mi lado.
Una señora observaba con una expresión de profunda tristeza, con su mano se
cubría la boca y entre dientes, me dijo: – Así cosas hablaba. Era mi
pensionista. Era estudiante de la uni… Estudiaba mucho, pero no tenía para
comer. De lo poco que teníamos le convidábamos, pero poquito comía, se había
acostumbrado a no comer, a veces ni un pan acababa.
El Ave Rock era la
antítesis de otro loco que andaba cerca de ahí. A unas ocho cuadras, un loco
calato, se paraba en el centro de la Av. La Colmena, frente a la Plaza San
Martín, absolutamente desnudo, con las manos en la cintura, las piernas
abiertas, balanceando el badajo. La postura dominante que adoptaba se reforzaba
con su gran estatura, pero no se condecía con la delgadez de su cuerpo. Tenía
la cara redonda, los ojos achinados y el cabello aleonado. Siempre se le veía
risueño y sonriente, mostrando una dentadura completa. Se masturbaba seguido.
La gente huía de sus chisguetazos. Luego de masturbarse algo hablaba. Me
acerqué lo más posible para escuchar lo que decía, pero era imposible
identificar una palabra, ni una sílaba. Mascullaba otro idioma, un idioma
extraño, ininteligible, de difusa sintaxis.[1]
No eran los únicos. Lima
estaba poblada de locos, personajes que vagabundeaban solitarios en medio del
trajín esquizofrénico de la ciudad, ignorados hasta la invisibilidad.
Deambulaban trazando garabatos por las calles; mujeres y varones dementes
sumergidas en los basurales, cerca de los mercados. Otros que disponían de
artilugios, exhibiendo malabares y maromas en parques y avenidas. O aquellos
subsumidos en un mundo de silencio y de quietud, sentados o echados,
catatónicos, en los pórticos de edificios antiguos. Indumentaria andrajosa,
cuerpos emaciados, extravíos mentales.
Ave Rock y Loco Calato oprimieron hondamente mi
alma. Sentí que ya estaba al borde del abismo. Reafirmaba la tenebrosa fórmula:
masturbación + estudios + hambre = locura, pues, ocurrió que estando trabajando
de obrero en una fábrica de cocinas, ingresé a la universidad, a ingeniería
mecánica. Estudiar ingeniería exigía tiempo completo, pero gran parte de mi
tiempo ocupaba mi apremiante labor de obrero. ¿Qué hacer? Logré que en la
fábrica me ubicaran en la planta de enlozados, en el turno noche. Era el único
lugar donde se trabajaba tres turnos, pues la loza coce a 900° centígrados de
temperatura, entonces el horno tenía que funcionar las 24 horas del día.
Ingresaba a trabajar a las diez de la noche, hasta las siete de la mañana.
Salía directo a la universidad. De cachimbo tenía clases de ocho de la mañana a
una de la tarde. De tres a cinco tenía laboratorios, de cinco a siete
prácticas. A las diez de la noche volvía a trabajar. Todos los días, de lunes a
viernes. Aunque los lunes eran maravillosos, pues no trabajaba la noche
anterior. Los martes lograba controlar muy bien el cansancio de la primera
noche sin dormir. Los miércoles empezaba a bostezar intermitentemente. Los
jueves se empezaban a complicar las cosas, sentía ubicuos y agobiantes
escozores. Los viernes parecía que tenía terciana, pasaba el día temblando y
obnubilado. Claro, me ocurrió varias veces que me quedaba dormido en medio de
las clases y al despertar tenía otro profesor al frente. Así fue mi trajín de
septiembre a diciembre. Se me alteró el metabolismo. Acudí al servicio de salud
de la universidad.
·
Cuénteme, en que lo puedo ayudar. –Dijo
el doctor.
·
Siento un hambre desesperante, doctor,
como si no hubiera comido un mes, pero ingiero un pedazo de pan y siento como
si hubiera comido una cantidad enorme que ya no puedo comer ni una ñisca más,
pero a la media hora otra vez aparece el hambre insoportable… Me desespera,
doctor. – Le conté.
·
¿Cómo es su régimen de estudio? –
Inquirió el doctor.
Entonces le conté el
trajín de trabajo/estudio con que había desarrollado el ciclo. Le percibí una
expresión de grave preocupación que me asustó. Se paró y salió del consultorio
diciéndome: espere un momento. Al instante regresó con dos personas
más, un varón y una mujer. El médico les contó mi situación con exactitud y
énfasis sorprendente, aumentando mis miedos, ya troné, junta de médicos,
me decía mentalmente. Ese día ya llevaba tres días de la semana sin dormir y
por momentos no sabía si esa reunión era real o sólo ensoñaciones.
El varón recién llegado
era el psicólogo de la universidad. Me dijo que estaba con principios de
surmenage. Nunca había escuchado la palabra y le pregunté qué significaba.
·
Es un proceso complejo de fatiga
extrema que se denomina encefalomielitis miálgica.
Le pedí que me explicara en términos más
comprensibles, pero sobre todo que me dijera cuál sería los efectos sobre mí.
Temía no poder trabajar. Entonces, me dijo de sopetón:
·
Está usted a punto de volverse loco.
·
¡No me joda, yo no estoy loco! –grité,
descontrolado–.
Había venido huyendo, asustado, de la locura y
¡zuácate! Me la restregaron en la cara y nada menos que un psicólogo. Quedé
ofuscado, agitado, desconcertado. Temblaba, sudaba frío. Una fuerte irritación
me invadió todo el cuerpo. Me sentía fuera de mí, me ganaba el sueño. Agaché la
cabeza, y sentí como mi cuerpo se enrollaba sobre sí mismo.
·
Escúcheme –dijo
el doctor, en tono casi suplicante, a la vez que ponía su mano sobre mi cabeza-. Tiene que dedicarse a dormir. Usted ha superado los límites del
agotamiento físico, mental y emocional. Duerma, por favor.
Me erguí y observé al médico con agradecimiento. El
psicólogo volvió a hablar.
·
Deje todo, el trabajo y la universidad
y dedíquese a dormir.
Sentí nuevamente que algo se me revolvía
internamente. ¿Cómo se le ocurre? Si mi trabajo es lo único que me mantiene,
pensé. Sin embargo, en un gran esfuerzo mental, empecé a tomar aire, a respirar
profundamente para oxigenar mi cerebro, para pensar con calma, para hablar
serenamente.
·
La universidad lo puedo dejar, doctor,
no es vital –le dije, tranquilo-, pero yo no tengo más ingresos
que mi trabajo. El trabajo no puedo dejarlo.
·
Para eso estoy yo acá –dijo
la señorita que el doctor había traído al consultorio–. Yo soy la responsable del área de servicio social de la
universidad y nuestra universidad tiene un programa que lo va a atender a
usted. Le vamos a facilitar todos los recursos que usted necesita para que
pueda estudiar con total tranquilidad, sin necesidad de trabajar.
Quedé ebrio de satisfacción. Era evidente que,
nadie ni por un segundo, pensó que yo estaba loco. Aunque yo deliraba, loco de
felicidad. Trabajando de obrero ganaba un mil seiscientos soles al mes. La
universidad me ofrecía cinco mil soles mensuales para estudiar, incluyendo los
períodos vacacionales.
Sin embargo, el incidente con el psicólogo me
marcó. Yo no quería ser loco y mucho menos un loco agresivo. Muchas veces había
pensado que si llego a estar loco, trataré de ser un loco gracioso, pasivo,
amigable, ingenioso. Un loco sabio, no uno de esos locos vociferantes,
malvados, temibles que con un palo en la mano quieren entrar en tu pecho.
Aun así, decidí premiarme con un viaje al Cusco, al
Ombligo del Mundo, lugar mágico y sagrado, centro de peregrinación mundial. En
el Cusco, conocí a Benito, un loco de actitud y mentalidad refinada. En el día
deambulaba por los alrededores del Mercado San Pedro haciendo labores de
chauchero y por las noches se iba a sentar a las gradas del Cusipata, la Plaza
del Regocijo. He visto cómo personal de la municipalidad se acercaba a echarlo
de la plaza, con agua o a palazos, pero el hacía una serie de gestos,
pronunciaba algunas palabras en quechua y en latín: Qoyllur lucet, sonqo caput.
Señalaba con su dedo al cielo y a la persona, en ademanes que la gente quedaba
absorta, sin saber si era una maldición o una bendición o ambas cosas. Y lo
dejaban tranquilo. Una noche despejada, de frio intenso, lo encontré,
concentrado mirando el cielo, tiritando de frío. Le cubrí con mi poncho y le
ofrecí coca. Me miró fijamente a los ojos, con sus ojos bien abiertos y con una
expresión de profunda gratitud. Cogió un puñado de coca, se lo puso en la boca.
Se cubrió su cara con ambas manos, inclinó la cabeza con la cara hacia el
cielo. Separó sus manos para contemplar las estrellas. Estuvo así por varios
segundos, movía los ojos buscando algún punto en el cielo, cuando lo encontró,
cerró los ojos y en un movimiento rápido de manos y cabeza, bajó una ráfaga de
ondas que la dirigió hacia mí. Sentí como una extraña descarga sobre mi cabeza
que me fue inundando todo el cuerpo. Me sacudió. Se acercó, me abrazó y me
dijo:
·
Waykicha, amamanchay uyariykuy
tanlintanlinqoyllurqa, no tengas miedo, no estoy loco, todos creen que estoy
loco porque yo sé cómo captar los mensajes de seres de otros mundos, capto
mucho mejor que con la estimulación magnética transcraneal. Sólo hay que tener
el cerebro dispuesto para captar las señales, exige alta concentración, ayuno y
llega la visión.
·
¿Quién eres? –le
pregunté.
·
Soy sustancia de las estrellas, soy
hijo del amor del tiempo y del espacio, de la tierra y del cosmos.
Sus palabras parecían
confirmar el aserto del poeta: Hay un cierto placer en la
locura, que sólo el loco conoce.
Mientras tanto, me
sentía feliz, seguro, poderoso, con el apoyo de la universidad. Sentí que había
superado con éxito las pruebas más difíciles de mi supuesto tránsito a la
locura: el no dormir, estudiar duro y comer mal, inclusive mi onanismo
inveterado, constante y culposo. En la facultad aprendía a pensar con la
rigurosidad lógica y analítica de las matemáticas superiores, eran tiempos en
que hacíamos Análisis Matemático, no estudiábamos Cálculo. Pero no solo eso,
las ciencias sociales y el activismo político concitaron mi atención, más aún,
me asomé también a husmear algunos conceptos de filosofía y de semiótica. Viví
envuelto en una asaz vorágine de redescubrimiento del mundo. Mis ansias de
conocimiento crecieron exponencialmente. Visitaba las diferentes facultades
(¡Había tantas carreras! Y eso que la universidad no las tenía todas), revisaba
la malla curricular de las profesiones (¡Tantísimos cursos!) e inclusive
recogía syllabus de diferentes cursos (¡Abundantísima bibliografía!). Los
hojeaba, los revisaba, los contemplaba angustiado, no podía conmensurar la
magnitud del conocimiento. Sentí, apesadumbrado, el vacío de mi ignorancia, que
lo aprendido hasta ese momento no era ni un ápice del iceberg del conocimiento.
Llegué a vislumbrar las dimensiones astronómicas del conocimiento y me aterró.
Me sentí un ser absolutamente insignificante, diminuto, incapaz de poder captar
un mínimo de todo ese conocimiento. En ese estado de abatimiento, remató mi
situación, una serie de tics y de ideas repetitivas que me hicieron
confundirme, me hicieron fundirme con los locos de mi vida. Sentía que ya no
era yo, sentía que era un collage mal armado de los locos que había conocido.
¿Acaso la locura era la perfecta guarida protectora ante esta situación de
grave vulnerabilidad? Los temores de mi infancia reaparecieron con una
violencia aplastante, pavorosa, paralizante. No sólo había algunas cosas en
común sino que ahora era una simbiosis de locura. ¿A dónde huyes de tu mente?
Desesperado revisaba materiales de la facultad de psicología, me llené de
confusión. Pensé que la psiquiatría tendría mejores respuestas, los resultados
fueron más deprimentes. Pero vi la luz cuando pensé en el manicomio. Era una
buena idea. Ahí debe haber profesionales quienes deben estar tratando a personas
con diferentes estadios de locura. El manicomio me espera,
me dije anhelante.
Lima no solo tenía locos
sueltos por las calles. Están también los locos enclaustrados en el vetusto y
estigmatizado nosocomio de salud mental. Mucho antes de llegar a Lima,
precavido, había buscado información sobre su existencia, pero lo mantenía en
secreto, no hablaba con nadie, más aún, bloqueaba cualquier pensamiento que me
venía sobre este locaterio. Ahora, sentía que había llegado el momento, pensé
prepararme para ello, pero de manera inesperada conocí su ubicación. Un día
buscando la dirección de una oficina, me dieron como referencia “a dos cuadras del manicomio”. La mención me estremeció
pero disimulé mi ofuscación. Descubrí que había construido una imagen entre sagrada,
peligrosa y prohibida de dicho recinto. Y no me sentía preparado para acceder
sin una previa formación iniciática. Ahora no iba al hospital, iba a sus
alrededores, cerca de él. Pero esta cercanía acicateaba mi impulso por acceder
a su interior. Caminar por los alrededores no era para quedar contagiado de
locura. No era para que me señalen. No tenía por qué padecer el estigma. Pero,
había un impulso muy fuerte, como una suerte de designio religioso que me
conducía para ingresar, que debía caminar en su interior, interactuar con sus
habitantes. Sé que era una locura, pero no tenía forma de evitarlo, debía
cumplir cierta loca predestinación.
Me dediqué a merodear
varias veces por sus alrededores, estudié el movimiento del personal a las
horas de entrada y de salida. El tipo de personas que accedían, cómo iban
vestidos, las cosas que llevaban y hasta lo que hablaban. Los familiares de los
pacientes eran personas agresivas, parecían estar siempre muy irritados,
inclusive locos, más locos que sus propios parientes internados. Los
psiquiatras pasaban altivos, siempre apurados, sin mirar a nadie, dando
órdenes, soberbios, distantes. Imposible hablar con ellos. Las enfermeras y
técnicas de salud, mujeres mayores, gordas, renegonas, abúlicas, siempre en
grupos de tres o cuatro, hablando y riéndose ruidosamente, con ropas y aspectos
desaseados. Pero en ciertos días ingresaban unas jovencitas que divergían del
conjunto. La frescura de sus rostros y sus ropas, eran como un oasis de
oportunidad. Eran estudiantes de psicología que hacían sus prácticas en el
hospital. Planeé un enamoramiento, con mucho cuidado, con mucho detalle: con
una selección de chistes finos e inteligentes hice visitas a su facultad, envié
cartas, chocolates, flores y como cereza de la torta, susurré la proscrita
frase: “Te amo con locura”. Funcionó. Un día gris, húmedo,
luctuoso, estaba ingresando al hospital, como ayudante de huertos y jardinería.
Era lo que hacían como practicantes, era su propuesta de terapias que querían
validar.
Avanzamos hasta el fondo del inmenso local, el
abandono y la desidia resaltaban en todo el trayecto, hasta detrás del último
pabellón, donde estaban los huertos, donde trataban de hacer participar a los
“enfermitos”. Los locos que estaban dispersos, al verme se arremolinaron en
torno mío, hasta el contacto directo, podíamos tocarnos, sentirnos, olernos.
Podía percibir intensamente olores peculiares, una mixtura de transpiración, de
urea, hierbas, frotaciones y remedios que brotaban de sus cuerpos. Una de las
mujeres me compartía explícitamente sus piojos, se los extraía de su cabeza y
los ponía en la mía. Me tocaban, me hablaban, me pedían cosas, me informaban
hechos. Trataba de interactuar y responder a todos. Les daba la mano, les
miraba a los ojos, le devolvía sus piojos. Luego de un tiempo imponderable dejé
de ser el centro de su atención. Cada quien volvió a sus afanes y tertulias.
Vi a un hombre de unos treinta años que, ansioso
revolvía las cosas, buscando algo. Me acerqué y le dije:
·
Hola ¿Has perdido algo?
·
Sí, la razón. Me trajeron acá, porque
me dijeron que acá puedo encontrarlo.
·
…
En un extremo, un padre
visita a su hijo, éste le pide: –Comida, comida, comida.
El padre, hablando bajito le dice: –No hay. Acá no venden. No hay
quioscos de comida. El muchacho, aferrado fuertemente de la chompa
del papá, con la mirada en el vacío, repite: –Comida, comida, comida.
El padre, exasperado le responde casi gritando: –Ya te dije que no hay. Los
enfermos comen y comen y no se sanan, porque comen cosas del diablo nada más.
Otra mujer, vestida como
una monja, recorre el pasadizo, una y otra vez, se va repitiendo como una
letanía: -Yo ya estoy bien, yo ya estoy bien. Yo ya no escucho esas voces. Yo
ya estoy bien. Me acerco. Ella acelera el paso hacia mí y me dice:
·
Ya me he curado. Ya no escucho esas
voces.
·
Qué bueno, Maritza. Muy bien. No
escuches más esas voces –le digo. Sus manos en su pecho los apretaba
con fuerza, las frotaba, trataba de trenzar sus dedos. Las gotitas de sudor
empezaba a escurrir por su frente, y prosiguió:
·
Sí, esas voces me obligaron a matar a
mi hijita, yo no quería hacerlo, con una cucharita… pero me decían que era hija
del demonio… con una cucharita le iba sacando las manchas del demonio, pero las
manchas crecían y crecían… No, no, ya no, ya no escucho… Pero tengo miedo, ya
no quiero tener otro hijito. Vete, vete, ¡VETE!
Conmovido, asustado, dolido empecé a alejarme
rápido. Otro loco que había estado mirando se me acerca, tiene la mano derecha
en el bolsillo que visiblemente se coge el pene, con la otra me toma de la
mano, y con prisa, me dice:
·
Venga por acá, venga por acá-. Me
conduce al último pasadizo: –Por aquí puede salir sin
problemas, este es un atajo seguro, por aquí yo me escapo cuando aparece esa
doctora, la Olga Castro-. Se detiene y voltea a mirar si alguien nos
sigue.
·
¿Qué pasa con la doctora Castro? –, le
pregunto.
·
A esa doctora la han traído para
vengarse de mí. Ellos creen que no me he dado cuenta. Pero ya me di cuenta, el
primer día que ha venido me di cuenta-. Le hago un gesto como
preguntándole ¿qué pasó? Le noto que se pone ansioso y empieza a tartamudear.
·
Yo,… yo,… yo no lo he,… yo no le he,…
yo no le he violado a esa vieja, sólo a sus gallinas. Eso sí. Pero por eso no
me van a capar, pe. Olga Castro Ulloa dice que se llama. O sea, pa´cortarme el
ullo le han traído. Yo me llamo Galo, Galo Chipana. Ella se llama Olga, yo
Galo, Galo – Olga. Al mencionar los nombres, hace un gesto con sus
manos como de girar, de voltear algo. Luego simula unas tijeras con sus dedos y
se lo lleva al pene, se me acerca bastante y en el oído me dice bien bajito:
·
Olga Castro Ulloa, o sea, castro ullo a
Galo. ¿Te das cuenta? Me quieren… me quieren joder, me quieren cortar todo,
todo me quieren cortar–. Dirige varias miradas furtivas hacia el
pasadizo, donde están los consultorios y con ambas manos se cubría los
genitales.
·
¿Creen que me voy dejar? No, yo no me
voy a dejar. Por eso apenas le veo, yo me escapo.
Los locos encerrados en el manicomio tienen mejor
apariencia sólo en su vestimenta, que los locos de las calles, no en su estado
físico ni mucho menos en su estado mental. Los del hospital son de movimientos
torpes, algunos caminan arrastrando los pies, otros tienen tics que les hace
gesticular de manera exagerada, hacen movimientos espasmódicos, temblores en
partes de su cuerpo. No he visto convulsionar a nadie, pero me dicen que son
muy frecuentes. Los locos de las calles conservan gran parte de su dignidad
humana. Los del hospital son espectros, seres enajenados, fantasmagóricos.
·
Son efectos secundarios de la
aplicación de electroshocks –me explica uno de los
médicos psiquiatras.
·
¿En qué les mejora esos terribles
electroshocks, doctor? –,
·
Lo que conocemos como locura en
realidad es un conjunto de enfermedades mentales, de disociaciones psíquicas
como las alucinaciones, la depresión, las adicciones, el desdoblamiento de la
personalidad, inclusive las carencias afectivas. El electroshock tiene efectos
diferentes en cada caso. En general lo que hace es reducir ostensiblemente los
pensamientos obsesivos y los movimientos convulsivos.
Claro, si los idiotizan, como no van a reducir
pensamientos y movimientos. Me quedo pensando. El médico advierte mi
desconcierto y me dice:
·
La mente es aún un gran misterio,
jovencito–.
Se me alborota la mente
de preguntas, pero me invade un terror inmenso de quedar encerrado en ese
lugar. Me despedí solo con un gesto y salí casi corriendo, huyendo. Afuera tomé
aire, me contuve. Bajé caminando al mar, solo. Me senté horas frente a las
olas. Lloré. Lloré amargamente, inconsolablemente. Suspiraba sin control,
suspiros largos, lentos, con agitaciones del pecho. La experiencia fue
catastrófica, me dejó la mente embotada. No podía pensar en nada. Sólo tenía
sensaciones, sensaciones indescifrables, ubicuas. No sé si estaban dentro de mí
o fuera de mí, sentí que me oprimían y me dilataban. Me asfixiaba. En el límite
del desasosiego, desesperado, agradecí sentir la picazón de los piojos en mi
cabeza. Era lo más real y concreto que podía percibir. Con la sangre de mi cabeza los piojos van a enloquecer,
logré pensar y sonreír.
“La mente es aún un gran misterio”. El
hábitat de la locura no está en altamar, no está en las soledades de los
páramos andinos, no está atrapado detrás de los muros aislantes de los
manicomios. La locura se crea y se recrea en nuestra mente, en nuestra anomia
social, en la entropía cósmica. Y se entrecruzan constantemente en nuestro
andar.
A partir de esa experiencia, cada vez más,
deambulaba solo, sabiendo que los locos siempre son solitarios. Las locuras
compartidas son sólo anhelos románticos, adolescentes. Las personas cuerdas
todas podrían convivir juntas, en armonía, pues habitan un único mundo. ¿Por
qué no lo hacen? En cambio los locos, nos desplazamos en un sinfín de mundos
muy diferentes. Vivimos en realidades alternas, en mundos paralelos, universos
ignotos. Tratamos de entendernos, pero no es fácil acceder a la lógica de loco.
Hay que manejar complicados algoritmos revolventes de nuestros afanes, de
nuestras constantes re-significaciones, de nuestras tribulaciones y – ¡ay! –,
también de nuestros desafectos y abandonos.
Proseguí errando por el mundo, buscando la
tranquilidad frente a esta atávica amenaza de la locura ¿Cómo enfrentar el
miedo cerval de mi infancia? Aún merodeaba por mi mente, con cierta fascinación,
los aterradores umbrales. ¿Cuál es la frontera entre locura y cordura? ¿Cómo
funciona el cerebro de la gente común y corriente? ¿Cómo funciona la mente
demente? ¿Dónde está la divisoria que separa a uno del otro? ¿Dónde se junta la
energía y la materia? ¿Cómo se pasa de la virtud al vicio? ¿Dónde la conciencia
y la inconsciencia? ¿Lo normal y lo anormal? Todas son fronteras nebulosas e
inciertas. Buscamos respuestas en nuestra mente, con el pensamiento encontramos
soluciones, elaboramos relatos que deslindan los enigmas, desinhiben los
conflictos… En mucho, con el vuelo libre de la imaginación, paliamos nuestros
miedos. Es así como hemos inventado mitos e instituciones, muchas de las cuales
nos han hecho cometer atrocidades. La locura es pábulo para la mente, es
gratificante y poderoso, te ubicas en la morada misma de los dioses, en el
cielo, en el apukunaq, en el olimpo o como quieras llamarlo. Estás ahí
departiendo con los dioses, icor en mano, tú mismo te sientes uno de ellos,
eres uno de ellos. Asentado en las antípodas de la umbría sociedad, donde todos
te ignoran, donde no vales nada, donde no eres nadie.
El pensamiento genera
complejas sensaciones. Chabelita Woolf ya lo decía: no hay
nada capaz de encerrar la libertad de tu mente. Las ondas del pensamiento
no están limitadas por la caja craneal de huesos. Son epigenéticas. Fluyen, sin
ninguna barrera que lo limite. Fluyen de adentro hacia afuera, de afuera hacia
adentro. Fluyen sin cesar y sin límites.
Primero fueron breves
destellos, luego unos chispazos luminosos, después con deslumbrante claridad,
comprendí que con excesiva desconsideración, temor y simpleza la locura la
había percibido como la manifestación delirante de lo inverosímil, lo
insensato, la chifladuría, cuando en más de las veces es la expresión sublime y
sufriente de una inteligencia superior y de una hipersensibilidad. Así, conocí
a una serie de locos notables. Hombres y mujeres de ciencia y de arte.
Vituperados por atreverse a pensar diferente del statu quo reinante de sus tiempos.
Así, pude entender el furor sabio y poético de la locura divina. Entender sus
insatisfacciones con el mundo, sus pulsiones libertarias, sus pavores. Entender
va más allá que percibir, que imaginar o que sentir. Entender es una facultad
totalizadora, abarcante, polisémica. Entender es hacer entrar en resonancia
nuestro cerebro con los cerebros de ellos, sin las barreras pueriles de tiempo
y espacio.
A Newton le dijeron que
padecía de desequilibrios mentales, a él que sentó las bases de la ciencia
moderna, el creador de las matemáticas infinitesimales, de las leyes de la
física, de la ley de la gravedad… este hombre sabio pudo llevar su genialidad
al límite de la locura. Newton no solo estudio desde muy antiguo la fórmula famélica de masa sino que además pudo
demostrar que el amor y el odio no se crean ni se destruyen solo se
transforman, no por efectos de la inercia in/móvil, si no por un asunto de
datos y de cálculo. Flamsteed y Gottfried me lo contaron. Pero, Isaac no fue el
único.
Van Gogh fue un feraz y portentoso pintor,
hiperestésico en extremo, vivió siempre rayano a la locura. Harto de escuchar
que pintara de memoria, sin la vista paisajista, se mutiló una oreja y –aún
sangrante- se la obsequió en sacramento navideño a la mesalina que lo
estremecía en cuerpo y alma, invocando el aforismo cristiano: “Tomad. Este es
mi cuerpo”. Él era el Mesías. Sufría de soledad, de incomprensión y de
silencio. Vincent Willem no sabía si nació muerto o era un muerto en vida. Las
primeras imágenes de su recuerdo fue la tumba de Vincent Willem, su homónimo
hermano que nació muerto, exactamente un año antes que él.
Edgar Allan Poe fue un
loco retador: Los hombres me han llamado loco; pero aún no está determinada la
cuestión de si la locura es o no la más excelsa inteligencia… Aquellos que
sueñan de día son conocedores de muchas cosas que se les escapan a los que
únicamente sueñan de noche. Norteamericano atípico, alejado del
consumismo voraz e insensible, libre e indomable, sufriente perenne, siempre al
borde de la indigencia. Creativo acérrimo. Sus cuentos de terror se filtran en
nuestra inconsciencia dejándonos con la sensación de que se ha exteriorizado
algo de nosotros, algo que nosotros no nos atrevimos a expresarlo, pero los
reconocemos, cariacontecidos, que son parte de nuestro ser. Poe siempre
desquiciaba a su auditorio: me volví loco, con largos
intervalos de horrible cordura, les decía. Su muerte, a los 40 años,
sigue en el misterio hasta ahora. Fue enterrado en una tumba sin nombre. A los
dos días de su muerte, en un diario local, se publicó un obituario
denigratorio, escrito por uno de sus mediocres enemigos. Luego de 26 años le
asignaron un lugar destacado para su tumba, pero en el traslado, el ataúd se
partió en pedazos, desparramando sus restos en una comunión de polvo y huesos.
La mente humana es sutil y potente, penetra en los
arcanos de las entidades visibles u opacas, tangibles o etéreas, micro o macro.
La mente humana ha sido capaz de acceder a la esencia de las cosas. Es así como
hemos llegado a conocer sus secretos, su orden, su estructura. Es así como se
ha generado el conocimiento, es así como hemos creado relatos que dan cuenta de
la ciencia y la cultura. ¿Será tal vez que el universo entero además de su
materia tangible es también una sustancia mental?
La locura, sólo es un gran desafío de la mente.
Ahora, cansado, con una ruma de años encima,
sentado a orillas del río Apurímac, agobiado, semidesnudo, bastón en mano, paso
horas pensando, discutiendo conmigo mismo.