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Si
pedimos a cualquier católico que nos diga el nombre de la fruta que Eva ofreció
a Adán, con total seguridad nos dirá que fue una manzana. Así lo asegura la
tradición popular, y así han representado la escena del pecado original
infinidad de artistas a lo largo de la Historia.
Sin embargo, a pesar de que todos
identificamos a esta fruta con la idea de pecado, lo cierto es que la Biblia no
la menciona en absoluto: «Y como viese la
mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para
lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que
igualmente comió» (Génesis, 3,6). Han sido las distintas confesiones
religiosas las que han realizado su particular lectura sobre este pasaje,
interpretándolo a su gusto. Así, para los católicos el fruto prohibido era una
manzana, los judíos creían que era un higo, los ortodoxos una naranja y,
finalmente, para los musulmanes fue un vaso de vino.
El anterior no es más que un pequeño
ejemplo que demuestra cómo la Biblia, el libro más vendido y leído –al menos
supuestamente– de la Historia, sigue siendo un gran desconocido para la mayor
parte de la población. Muchos creyentes creen que los relatos descritos en sus
páginas deben interpretarse como una verdad directamente revelada por Dios: son
hechos históricos incontestables. Para otros, se trata de hermosas parábolas
que, aunque inciertas, transmiten un mensaje de gran contenido ético, moral y
religioso. Sin embargo, en los últimos años, los avances en arqueología y
religiones comparadas han puesto de manifiesto una realidad que incomoda por
igual a judíos y cristianos: la mayor parte de los relatos e historias
recogidas en el Antiguo Testamento son viejos mitos sumerios, babilonios o
griegos, reescritos por los escribas judíos con fines muy concretos.
Hasta el siglo XIX, las
sugerencias acerca de que los escritores de los textos sagrados podían haberse
«inspirado» en narraciones más antiguas eran prácticamente nulas, o quedaban
rápidamente marginadas. Sin embargo, en este siglo surgen ya las primeras voces
de diversos estudiosos que proponen trabajos en este sentido. L. de Wette, por ejemplo, llevó a cabo
un trabajo en el que comparaba fragmentos del Antiguo Testamento con algunos de
los mitos clásicos recogidos por Homero. Algunas décadas más tarde, en 1892, se
publicaba un libro de H. E. Ryle, en
el que se aseguraba que los primeros libros del Antiguo Testamento eran
reinterpretaciones de mitos babilónicos, «corregidos de forma que presentaran
un monoteísmo». Aquellos análisis iniciales, acompañados por ciertos
descubrimientos arqueológicos relevantes, marcaron la pauta de una línea
crítica con los hechos reflejados en las páginas del Antiguo Testamento.
«Hágase la luz»
«En el principio
creó Dios los cielos y la tierra (…). Y dijo Dios: Haya luz, y hubo luz. Y vio
Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de la oscuridad». Con estas palabras comienza el Génesis, el primer
libro del Antiguo Testamento. Durante siglos, teólogos y creyentes han
considerado estas frases (y toda la Biblia) como hechos ciertos e
incontestables, como una narración procedente del propio Creador y que no
«bebía» de otras fuentes.
Sin embargo, en 1876 los
arqueólogos sacaron a la luz una serie de tablillas cubiertas de escritura
cuneiforme que contenían el llamado Poema
acadio de la Creación. A partir de esa fecha, los investigadores han
encontrado otras copias de dicho texto, cuyo contenido supone un duro varapalo
para los defensores de la originalidad de las Sagradas Escrituras. La versión
más extensa de las encontradas hasta el momento se conoce como Enuma Elish (las primeras palabras del
texto, que se traducen como «Cuando en lo alto…») y está compuesta por siete de
estas tablillas.
En su libro Los mitos hebreos (Alianza Editorial), Robert Graves y Raphael
Patai describen con detalle el contenido de dicha narración: en el comienzo
de los tiempos, los dioses Apsu (el procreador) y Tiamat (la Madre) se unieron
y engendraron numerosos monstruos. Tiempo después surgió una generación de
dioses más jóvenes. «Uno de ellos, Ea,
dios de la sabiduría, desafió y mató a Apsu. Tiamat se casó con su propio hijo
Kingu, engendró monstruos con él y se dispuso a vengarse de Ea». El único
que tuvo valor para enfrentarse a Tiamat fue el hijo de Ea, Marduk. Éste mató a
Tiamat y, tras partirla por la mitad, utilizó una de las partes «como firmamento, para impedir que las aguas
de arriba inundaran la tierra; y la otra como base rocosa para el mar y la
tierra». Este fragmento del Enuma
Elish recuerda sospechosamente al relato del Génesis sobre el segundo día
de la creación: « (…) Y dijo Dios: Haya
un firmamento en medio de las aguas y que separe las aguas de las aguas. E hizo
Dios el firmamento y apartó las aguas que estaban debajo del firmamento de las
que estaban arriba del firmamento. Y llamó Dios al firmamento cielos».
No es el único elemento similar
que encontramos en el texto acadio (muy anterior al relato bíblico) al
compararlo con el Génesis. Tras asesinar a Tiamat, Marduk se dispone a crear
todo lo visible, y esta labor coincide casi punto por punto con lo reflejado en
las páginas del Antiguo Testamento. Según el Génesis, Dios, tras crear el
firmamento y separar la tierra de los mares, se dedicó el cuarto día a generar
el sol, la luna y las estrellas. Al día siguiente los monstruos marinos, los
peces y las aves. Finalmente, el sexto día dio forma a las bestias terrestres,
las sierpes y al ser humano. Y al séptimo día descansó… «El Enuma Elish –explican Graves
y Patai– presenta el siguiente orden: separación del cielo de la tierra y el
mar, creación de los planetas y estrellas, creación de los árboles y las
hierbas, creación de los animales y los peces, creación del hombre por Marduk
con la sangre de Kingu».
Adán, Eva y la Caída del Hombre
Al igual que sucede con el caso
anterior, el relato de la Creación de una pareja original aparece en numerosas
tradiciones míticas del Oriente Próximo. Todas estas historias son, por
supuesto, muy anteriores a la redacción de la Biblia.
Según el Génesis, Dios creó a
Adán el sexto día, y para ello utilizó polvo de la tierra. Como saben bien los
mitólogos, los relatos sobre dioses que crean al hombre a partir de tierra,
polvo o arcilla son muy comunes. «En Egipto, el dios Khnum –o Ptah– creó al
hombre con una rueda de alfarero», explican los autores de Los mitos hebreos.
«En Babilonia, la diosa Aruru –o Ea– modeló al hombre –llamado Endiku– con
arcilla».
En Génesis 3:20, Adán llama a Eva
«madre de todos los vivientes», una denominación que ya habían recibido la
divinidad sumeria Aruru o Ishtar. Por si fuera poco, al igual que Eva le abre
las puertas de la sabiduría a Adán dándole a comer el fruto prohibido, también
Aruru –la diosa– otorga la sabiduría a Endiku. El escritor y gran maestre masónico
Robert Ambelain, en su libro Los secretos
de Israel (Ed. Martínez Roca), también señala la existencia de sospechosas
similitudes de la Biblia con los mitos recogidos en la última parte del Avesta,
el libro sagrado del zoroastrismo. Según este texto, el dios del bien, Ormuz,
colocó en la Tierra al primer hombre y la primera mujer, llamados Meshia y
Meshiané. Ormuz había prometido a la pareja original una felicidad eterna,
tanto en la existencia terrenal como en la celestial, a cambio de que le
rindieran adoración a él en exclusiva. Durante mucho tiempo, Meshia y Meshiané
cumplieron con su palabra. Sin embargo, cierto día, el dios del Mal, Arimán, se
dirigió a ellos bajo su forma de serpiente y, con engaños, les convenció para
que le adoraran. Tras la traición, Ormuz condenó a la pareja a una vida de
sufrimiento.
Igualmente similar resulta otro
relato, en este caso sumerio: el mito de Enki y Ninhursag. En esta leyenda
aparece un paraíso, similar al descrito en el Génesis. El «Edén» sumerio se
llama Dilmum, y en él no existían la muerte ni la enfermedad. En este antiguo
mito, la diosa-madre Ninhursag creó ocho plantas en Dilmum. Cuando Enki supo de
su existencia, quiso probarlas, de modo que envió a su mensajero Isimud para
que las robara. Enki probó de todas ellas, y cuando Ninhursag se enteró entró
en cólera y lanzó una maldición de muerte contra Enki. Éste sufrió dolores en
ocho partes de su cuerpo, pero los dioses mayores obligaron a Ninhursag a
curarle. Así que la diosa creó ocho divinidades menores para que curaran a
Enki. Una de las zonas enfermas era la costilla, y la deidad encargada de
curarla se llamó Ninti, que significa ‘mujer de la costilla’. Los estudiosos
que han comparado este mito con el del Génesis han advertido las curiosas
semejanzas entre ambos relatos. Tanto en uno como en otro aparece un paraíso
maravilloso en el que no existen ni la muerte ni la enfermedad. Se habla
también de unos frutos prohibidos que son ingeridos (por Adán y Eva en el
Génesis y por Enki en el relato sumerio), lo que causa un castigo o maldición
y, para terminar, encontramos también la referencia a la costilla y su relación
con la figura femenina.
Por último, existe aún otro mito
babilonio que recoge características y rasgos similares. Se trata de la Epopeya
de Gilgamesh –de la que hablaremos más adelante–, en la que este héroe, en su
búsqueda de la inmortalidad, logra hacerse con una planta de la eterna juventud
que se halla oculta en el fondo del mar. Sin embargo, el preciado tesoro duró
poco en manos de Gilgamesh ya que, mientras tomaba un baño, alguien robó la
valiosa planta. El ladrón no era otro que… ¡una malvada serpiente!
Noé no fue el primero
En 1872, George Smith, un joven
de 22 años empleado del Museo Británico, se encontraba traduciendo unas
antiguas tablillas desenterradas por los arqueólogos veinte años atrás.
Mientras trabajaba con una de las piezas, el relato que estaba surgiendo ante
sus ojos hacía referencia a un barco que se había posado en una montaña, y de
tres pájaros que salieron de él, tras un terrible aguacero. Aquella historia
podría ser la de Noé y el Diluvio bíblico, de no ser porque el texto que estaba
traduciendo Smith en aquel momento pertenecía a una escritura cuneiforme
descubierta durante una excavación en Mesopotamia.
Una historia muy similar a la
desvelada por Smith era conocida hacía tiempo, a través del relato que había
dejado un historiador caldeo llamado Beroso en el siglo IV a. C. Ante el
problema que suponía aquella narración legendaria tan similar a la del Noé
bíblico, los teólogos cristianos y judíos respondieron diciendo que Beroso
había copiado al autor del Génesis, y no al revés. Sin embargo, el hallazgo de
Smith daba un nuevo giro a la polémica, ya que aquellas tablillas del Museo
Británico, que recogían la famosa Epopeya de Gilgamesh, estaban datadas en el
siglo VII a.C., y eran la copia de un texto mucho más antiguo… Mucho más que el
relato del Génesis. Y esta parecía ser, a todas luces, la fuente que había
utilizado Beroso para la redacción de su relato sobre el Diluvio, por lo que
era el Génesis quien había copiado, y no al revés.
Por supuesto, el descubrimiento
del joven Smith –puesto en conocimiento de la Sociedad de Arqueología Bíblica
durante una conferencia impartida el 3 de diciembre de 1872– supuso una
auténtica revolución en diversos ambientes. Pero, ¿qué cuenta exactamente al
respecto la Epopeya de Gilgamesh? La escritura cuneiforme grabada en las
tablillas, concretamente en la número once, relata la historia del héroe, que
viaja en busca de un modo de alcanzar la inmortalidad. En su periplo, Gilgamesh
llega a una remota isla en la que reside su antepasado Utnapishtim y es éste
quien le revela una sorprendente historia. Mucho tiempo atrás, Ea, el dios de
la sabiduría, advirtió a su fiel Utnapishtim –quien siempre le había rendido
adoración– sobre las intenciones de otros dioses, comandados por Enlil, de
destruir a toda la humanidad mediante un terrible diluvio. Ea facilitó a su
siervo las instrucciones precisas que debía seguir para escapar al cruel
castigo y salvar la vida. Entre ellas estaba la construcción de un navío, en el
que debía alojar a sus allegados. Al igual que se describe en la historia de
Noé, también Utnapishtim libera una golondrina, un cuervo y una paloma. Robert Graves y Raphael Patai también
recogen –además del anterior– otro antiguo mito de similares características.
En este caso se trata de un relato griego, en el que Zeus decidió acabar con
los hombres. También aquí encontramos un ‘Noé’, en este caso llamado Deucalión,
a quien su padre, el titán Prometeo, advirtió de la inminencia de la
catástrofe. Para salvar su vida, Deucalión construyó un arca, la cual llenó de
provisiones, y se hizo acompañar por su esposa Pirra.
Como apreciará el lector, la
historia de Noé y el Diluvio Universal es, al igual que hemos visto con la
Creación y la historia de Adán y Eva, una reelaboración de mitos babilonios y
caldeos más antiguos. Para Ambelain, la explicación al origen de Noé es muy
clara: «Los hebreos recibieron este
relato de las tradiciones vehiculadas por la descendencia de Abraham, que era
originario de Ur, en Caldea, o lo recogieron durante el cautiverio en
Babilonia. Tanto en un caso como en otro, Moisés no recibió las enseñanzas en
la cima del Sinaí, por propia boca de Dios».
Para los cristianos y judíos fundamentalistas,
sin embargo, la cosa no está tan clara. Según, la existencia de la Epopeya de
Gilgamesh no demuestra que el Antiguo Testamento sea una copia de dichas
leyendas, sino que son estas las que se hacen eco de un suceso antiquísimo
ocurrido realmente, y que fue protagonizado por Noé.
En su libro, Graves y Patai recogen otros muchos ejemplos de este tipo de
«reelaboración de mitos» existente en la Biblia. Ese parece el caso de la
narración sobre las hijas de Lot. Según las escrituras, tras huir de Sodoma,
Lot y sus hijas creyeron ser los únicos supervivientes de la humanidad. Por
este motivo, las muchachas decidieron que, para preservar su especie, debían
engendrar con el único hombre que quedaba vivo: su padre. Para conseguir su
objetivo, las hijas emborracharon a Lot, y «yacieron con él». Este pasaje de
incesto, según los autores de Los mitos hebreos, parece idéntico «al mito jonio
de Tammuz, cuya madre, Esmirna, había embriagado a su padre, el rey Tías de
Asiria, y yacido con él durante doce noches».
La historia de José
Si las narraciones sobre la
Creación y el Diluvio parecen, como hemos visto, reinterpretaciones de mitos
más antiguos, lo mismo sucede si examinamos con detenimiento otros pasajes del
Antiguo Testamento. Este es el caso, por ejemplo, de la historia de José, el
hijo de Jacob, vendido como esclavo y llevado a Egipto, donde terminará
prosperando tras interpretar con acierto los extraños sueños que sufre el
faraón. Actualmente, los historiadores creen que, con seguridad, las peripecias
vividas por José no son sino creaciones literarias elaboradas mil años más
tarde de la fecha en la que supuestamente ocurrieron. Esa es la opinión, por
ejemplo, de Mario Liverani, profesor
de Historia en la Universidad de La Sapienza (Roma).
La historia de José resulta muy
similar a las de otras figuras importantes. Por ejemplo, el caso de Ahiqar, un
hombre humilde que termina siendo consejero del rey Assharaddón (siglo VII
a.C.). No es el único. Otros personajes, antes y después, aparecen reflejados
en crónicas y leyendas viviendo experiencias similares. El historiador griego
Herodoto, por ejemplo, recoge en sus escritos el caso de Democede, un médico
que fue apresado y convertido en esclavo en la Corte de Darío, hasta que logró
ascender al puesto de consejero real.
Estas similitudes de José con el
prototipo de ‘héroe’ que, desde lo más bajo, alcanza las cotas más altas de
poder, ha llevado a los investigadores a creer que posiblemente la historia
relatada en la Biblia sea una creación posterior a la época del exilio en
Babilonia. Estos detalles, unidos a los datos referidos en el relato sobre las
estructuras sociales y económicas, hacen imposible que fuera redactada antes
del siglo V a. C. «Se trata de una narración utópica», asegura Liverani.
Ni siquiera Moisés, liberador del
pueblo de Israel y depositario de las leyes divinas, escapa a la duda de la
creación legendaria. Como todo el mundo sabe, el Éxodo cuenta cómo poco después
que naciera Moisés, el faraón egipcio ordenó que todos los varones judíos
fueran asesinados: «Arrojad al río a todo varón que nazca» (Éxodo, 1:22). A
pesar de que logró ocultarlo durante algún tiempo, finalmente su madre Jocabed
se vio obligada a abandonar a su pequeño en las aguas del Nilo, protegido en
una canastilla. Casualmente, el pequeño Moisés es encontrado por la hija del
faraón, y adoptado por ésta. Pero, por increíble que parezca, Moisés no fue el
único que gozó de esa suerte. Al menos, eso aseguran otros relatos en los que
se cuenta una historia casi idéntica a ésta, aunque protagonizada por otros
personajes importantes, como Sargón I de Acad (2300 a.C. aprox.), o Ciro II de
Persia, quienes también se habrían salvado de una muerte segura en su niñez, a
pesar de haber sido abandonados por sus madres en aguas de un río, introducidos
en una canasta…
También existen precedentes muy
parecidos en la mitología de otras religiones. El periodista y escritor Lisandro de la Torre recogía uno de
estos ejemplos: «Esta leyenda es idéntica a la del nacimiento del semidiós Kama
en el tercer libro del Mahabarata indostánico, que Schulz transcribe. Pritha,
fecundada secretamente por Surya, dios de la luz, para ocultar su vergüenza
colocó a su hijo en un cesto de mimbre y lo entregó al río Acwa, que lo
arrastró hasta el Ganges, donde Alhirata y su mujer Rahda lo recogieron y
adoptaron».
Arqueología frente a fe
Si el siglo XIX marcó el inicio
del escepticismo y la crítica de diversos autores sobre la originalidad de
algunos de los relatos bíblicos, el siglo XX ha aportado nuevos hallazgos a
este respecto, aunque desde el punto de vista de la arqueología.
A pesar de que no pocos
estudiosos han desarrollado investigaciones arqueológicas con la intención de
corroborar algunos pasajes de las Sagradas Escrituras –con mayor o menor
fortuna–, sin duda alguna los mayores avances proceden de ciertos científicos
cuyas investigaciones no han sido ajenas a la polémica. Ese es el caso de los
profesores Israel Finkelstein y Neil
Asher, ambos arqueólogos de la Universidad de Tel Aviv (Israel). En 2001
publicaron La Biblia desenterrada un libro que levantó ampollas entre los
creyentes y teólogos judíos y cristianos de todo el mundo, pero especialmente
en su país natal, donde fueron acusados de traidores de la patria. ¿Qué
contenía el libro para causar semejante revuelo? Pues, entre otras cosas, ponía
en duda la historicidad de la vida de Moisés, del Éxodo y de otros muchos
pasajes supuestamente veraces presentes en el Antiguo Testamento, después de
analizar minuciosamente los datos obtenidos durante sus excavaciones
arqueológicas.
Entre las desestabilizadoras
conclusiones a las que han llegado estos investigadores, se encuentran la
negación del pasaje de las murallas de Jericó, que según las escrituras fueron
derribadas por el sonido de las trompetas del ejército del Pueblo Elegido. Para
desgracia de los creyentes más conservadores, las excavaciones arqueológicas
desvelaron que en el siglo XIII a.C. Jericó era apenas un pequeño poblado, que
carecía de amurallamiento. Tampoco David y su hijo Salomón parecen ser los
grandes monarcas que describe el Antiguo Testamento. Según la Biblia, el reino
de Israel en aquella época poseía un gran poderío, con una prospera capital,
Jerusalén. Las prospecciones arqueológicas tampoco han dado la razón a tales
aseveraciones, ya que lo que han sacado a la luz demuestra que, en la época de
estos dos míticos reyes, Jerusalén era una pequeña población, nada que ver con
la imagen fastuosa y poderosa que ofrece la Biblia. Según Finkelstein y Asher, resulta imposible que Moisés escribiera el
Pentateuco (los primeros cinco libros de la Biblia), entre otras cosas porque
el Deuteronomio, el último de ellos, «describe el momento y las circunstancias
exactas» de la muerte del propio Moisés.
Por otro lado, el Éxodo tiene
pocos visos de verosimilitud. Según los textos sagrados, cientos de miles de
judíos fueron guiados por Moisés a través del desierto, en su periplo de
cuarenta años antes de alcanzar el monte Sinaí. Sin embargo, según los
arqueólogos israelíes, los archivos egipcios de la época, que por lo general
dejaban constancia escrita de cualquier suceso relevante ocurrido en su
territorio, no hacen ni una sola mención a la presencia de semejante masa
humana vagando por las arenas del desierto. Además, en la fecha en la que se
supone se produjeron aquellos sucesos, habría sido prácticamente imposible que
los judíos no fueran descubiertos durante su peregrinar, ya que Egipto poseía
una serie de fortificaciones militares a lo largo y ancho de su territorio. A
pesar de eso –señalan los arqueólogos–, «ni una sola estela los menciona».
Así se creó el mito
Si los arqueólogos israelíes
están en lo cierto, tal y como se desprende de sus investigaciones, ¿cómo se
forjó aquel cúmulo de mitos, leyendas y relatos más o menos fantásticos? Para
Finkelstein, el Pentateuco, atribuido a la pluma de Moisés, es en realidad «una genial reconstrucción literaria y
política de la génesis del pueblo judío, realizada 1.500 años después de lo que
siempre creímos». Según esta hipótesis, estos textos sagrados comenzaron a
ser reunidos y organizados durante el reinado de Josías, que gobernó Judá en torno al siglo VII a.C. El objetivo de
aquella magna obra literaria no era otro que crear una nación unida, a partir
del reino del norte (Israel) y el del sur (Judá). La intención era instaurar el
monoteísmo –que no surgiría hasta ese momento-, de forma que el pueblo judío se
convirtiera en uno solo, dirigido por un único Dios y gobernado por un rey. De
modo que los escribas inventaron una historia común, a la medida de sus necesidades.
Así que ni hubo culto a un único
dios desde tiempos pretéritos, ni se produjo Éxodo alguno, ni conquista de
Canaán. Además, las historias sobre la Creación, el Diluvio y otros muchos
pasajes fueron adaptadas y reescritas –como ya hemos visto– a partir de
antiguos mitos babilonios y sumerios, de cuya existencia habrían tenido
conocimiento durante el periodo del cautiverio en Babilonia.
Con semejantes conclusiones, no
es de extrañar que Finkelstein y Asher,
al igual que otros estudiosos con ideas similares, hayan sido criticados con
dureza e incluso tildados de enemigos de su propio país. Y es que los
resultados de sus largos estudios e investigaciones no sólo tienen
consecuencias históricas y religiosas, sino también, y esto es quizá lo más
importante, graves implicaciones políticas.