Por: Freddy A. Contreras Oré
Hace algún tiempo atrás, el rumor de una extraordinaria aparición se difundió por diferentes medios de comunicación en un par de días, y demostró mayor efectividad que cualquier otra noticia del frustrante anecdotario político o de las morbosas tragedias de carreteras: una criatura fabulosa, propia de la mitología clásica occidental, había sido encontrada en una laguna cercana al Huaytapallana, nuestra sagrada cordillera, y se anunciaba una secuela de presagios ingratos para el valle.
Para bien, la noticia quedó desvirtuada en breve tiempo y no es mi preocupación analizarla como un hecho sociológico, eso queda en manos de los especialistas. Sólo debo acotar que las mismas fotografías que se difundieron en los espacios noticiosos y en la red digital aquellos días, carecían de resolución y eran visiblemente trucadas. Mi interés sobre el tema se dirige a la relación equivocada entre el concepto, la idea, el contenido y; la voz, el término, la expresión que usamos para referirlo.
En la mitología clásica se considera que las sirenas son ninfas marinas, hijas de Aqueloo, el dios río, y su madre era una musa identificada como Calíope. Tenían busto de mujer y cuerpo de ave; extraviaban a los navegantes atrayéndolos con la dulzura de su canto, relataban bellas historias, tenían poderes de adivinación y fama de ser crueles. Su musicalidad, la seducción de su canto, deriva precisamente de su condición de hijas de una musa. En su condición de mujeres cantaban, festejaban y acompañaban a Perséfone, y cuando ésta fue raptada por Plutón se convirtieron en mujeres-pájaro por propia decisión para permanecer siempre vírgenes; o sostienen otros, por castigo de Démeter, la madre de aquélla, por no haberla protegido. Ulises, el héroe homérico, pudo evitar el caer víctima del encantamiento de las sirenas gracias a que obstruyó con cera el conducto auditivo de los tripulantes y, atado al mástil de su embarcación, las escuchó hasta el delirio, pero no se rindió al embrujo que lo llevaría a terminar en la isla devorado por ellas, como le había advertido la maga Circe.
La versión de la imagen de estas sirenas como mujeres-pez se inicia en la edad media cuando la visión religiosa de aquella época los lleva a establecer en ellas una relación de contubernio con la seducción pecaminosa y la tentación de la carne; las presentan, entonces, con tez blanca, cabello rubio, siluetas exuberantes, encantadoramente atractivas y hasta capaces de corresponder a los sentimientos de sus captores, en contraposición a las devoradoras y carniceras de su condición anterior. En cuanto a su difusión gráfica, los artistas plásticos pueden, además, hacer una adaptación más cómoda y estética del cuerpo femenino, en las partes de la cintura y caderas, a un remate con cola de pez.
La hipótesis más aceptable para explicar el cambio puede estar en el aspecto lingüístico: en el griego antiguo la voz pteguin significa alas y aletas a la vez; en latín sólo se diferencia por una letra pinnis-pennis; por lo que en la edad media la imagen de las sirenas fue reelaborada partiendo de una mala interpretación de sentido.
Las ninfas que si corresponden a las características que arriba se describen son las nereidas, también habitantes del mar, hijas de Nereo y extraordinariamente bellas, jóvenes mujeres de la cintura para arriba y cola de pez hacia abajo que seducían y raptaban a los navegantes llevándolos al mundo submarino para ser sus amantes. En ambos casos, las sirenas y nereidas, eran ninfas marinas, nunca de ríos o lagos. Provienen de la mitología clásica. En nuestra mitología andina no se registran seres con semejantes dotes; aunque en la nuestra encontramos una riqueza muy singular, pero se orientan a una visión del mundo y de sus dioses muy distintos.
La fuente originaria de toda mitología es aquello que nos asombra y que la experiencia directa no puede explicar; así también, todo orden social y cultural que se tambalean crea sus mitos para justificar su propia crisis.