Este trabajo se publicó en Amor y fuego. José María Arguedas 25 años después, DESCO, CEPES, SUR, Lima, 1995, editado por Maruja Martínez y Nelson Manrique.
Uno de los problemas más complejos abordados por la obra literaria y antropológica de José María Arguedas es el de la integración de las distintas vertientes de la sociedad peruana, profundamente escindida en realidades sociales, culturales, regionales y raciales muy diversas y, en algunos casos, contrapuestas. La obra arguediana, escrita en el período cuando la dominación gamonal sobre la población indígena de la sierra era una realidad viva e intensa, tiene en la búsqueda de alternativas a esta situación una de sus claves principales. El mestizaje constituye, para varios investigadores, una noción clave dentro de esta búsqueda: es entendido como la posibilidad de una integración armónica de elementos contrapuestos pero que no son, por su propia naturaleza, necesariamente irreductibles.
Esta opinión no es arbitraria. El propio Arguedas lo señala en sus escritos antropológicos tempranos como una tarea fundamental a desarrollar. Así, en el ensayo El complejo cultural en el Perú y el Primer Congreso de Peruanistas, publicado originalmente en la segunda entrega de la revista América Indígena, editada en México en 1952, afirmaba: «El estudio del mestizo es uno de los más importantes de los que la antropología está obligada a emprender en el Perú. Hasta el presente sólo se han escrito ensayos que contienen reflexiones sobre el problema; no se ha cumplido aún un verdadero plan de investigación en contacto con el hombre mismo». El texto es significativo porque en ese mismo momento él se encontraba desarrollando el trabajo de campo a partir del cual abordaría el estudio del tema en el Valle del Mantaro.
El discurso del mestizaje en la obra de Arguedas no es lineal y unívoco. Por el contrario, está atravesado por tensiones y, en determinados momentos, por profundas contradicciones. Alberto Flores Galindo en su libro Buscando un inca llama la atención sobre el hecho de que en los primeros relatos de Arguedas —los contenidos en el libro de cuentos Agua—, en el mundo escindido entre mistis e indios no hay lugar para los mestizos, que sólo aparecen como nuevos protagonistas recién en Yawar fiesta (1941) y sobre todo en los ensayos antropológicos posteriores, como los que escribió sobre las comunidades de la sierra central o el arte popular de Huamanga. En ellos
«...el mestizo parece el anuncio de un país en el que por sucesivas aproximaciones se irían fusionando el mundo andino y el mundo occidental. Pero cuando se regresa a las ficciones y la pasión vuelve a imponerse, los mestizos no tienen mucho espacio en un mundo que no permite las situaciones intermedias: la resignación o la rebeldía, el llanto o el incendio. Los mestizos se reducen a lo individual: al alma del narrador».
La tensión entre la producción racionalmente elaborada, apoyándose en los logros de disciplinas como la Antropología, en que la creación se somete a reglas establecidas cuya pretensión es establecer un distanciamiento crítico entre el autor y la realidad que analiza —como una garantía de objetividad— y la creación literaria, donde la subjetividad se libera y emergen los contenidos más reprimidos, y al mismo tiempo más auténticos, de la verdad del mundo interior del autor, es ciertamente una clave importante para pensar la propuesta arguediana en torno a la integración nacional. Pero es necesario completar esta aproximación de carácter «topológico» —espacio objetivo y espacio subjetivo del autor— con una de naturaleza diacrónica: la de los tiempos en la elaboración —objetiva y subjetiva— de su propuesta. Por cierto, ésta es relievada en el análisis de primera parte de la producción de Arguedas realizada por Flores Galindo: la aparición de los mestizos sólo a partir de la primera novela de Arguedas, en 1941, por contraposición con su ausencia en los primeros relatos. Parecería, sin embargo, que la noción de mestizaje, elaborada principalmente a partir de los estudios de Arguedas sobre el valle del Mantaro, habría sido el punto de llegada de su búsqueda de una integración nacional armónica:
«...no podemos omitir que escribiendo como antropólogo sobre las comunidades indígenas en el valle del Mantaro, se entusiasmó con esos campesinos mestizos, con espíritu empresarial, que mantenían compatible la modernidad con el mundo andino. En el valle del Mantaro el encuentro entre capitalismo y campesinado era una alternativa. Los dos mundos —el andino y el occidental— dejaban de estar enfrentados: ‘el caudal de las dos naciones se podía y debía unir’, dirá Arguedas, en 1968, al momento de recibir el premio Inca Garcilaso de la Vega. Allí la violencia y el odio desaparecían. Un lema de estos comuneros podía ser ‘que no haya rabia’».
Me propongo estudiar la evolución de las posiciones de Arguedas sobre este tema a partir de sus estudios sobre el valle del Mantaro, donde tuvieron su más explícita formulación.
Arguedas y el Valle del Mantaro
La relación entre Arguedas y la sierra central se remonta al año de 1928, cuando permaneció un año en la ciudad de Huancayo cursando el tercer año de secundaria en el colegio Santa Isabel. Este plantel, fundado a mediados del siglo XIX por el maestro español Sebastián Lorente, fundador del Colegio Guadalupe de Lima y autor de la primera Historia del Perú, tenía prestigio como un centro de estudios de calidad. En esta primera experiencia en la región se produjeron varios hechos que el gran escritor peruano señalaría años después como experiencias importantes en su vida: por una parte, la publicación de la revista La antorcha, en la que se publicaron sus primeros escritos. Por otra, la escritura de una novela de alrededor de 600 páginas que, según narraría el autor en una reunión de literatos en 1965, le fue arrebatada por la policía. Finalmente, en esa época se produjo el fundamental descubrimiento de Mariátegui, cuyas obras eran leídas y discutidas por los estudiantes de los últimos años del colegio, según el testimonio recogido de Temístocles Bejarano —su condiscípulo durante esos años— por Carmen María Pinilla.
Un segundo encuentro con la región central se produjo en 1935, cuando realizó una excursión de unas tres semanas por el valle del Mantaro acompañado por Manuel Moreno Jimeno, el gran poeta peruano recientemente desaparecido, quien fuera uno de sus amigos más entrañables, según lo testimonia la correspondencia entre ambos recientemente editada. Moreno Jimeno ha dejado el testimonio de la vital relación establecida entre Arguedas y los campesinos del valle, que se basaba en su dominio del quechua y su manera de acercarse a ellos: ofreciéndose junto con su compañero de aventura para participar en las jornadas de trabajo comunal, apoyándolos en aquellas cosas en las que podían asesorarlos, redactando sus memoriales, compartiendo su vivienda, sus alimentos, sus fiestas, la música, el baile y la bebida. Viviendo literalmente con las comunidades, pues eran estudiantes sin dinero, cuya subsistencia sólo podía ser cubierta por los campesinos que los acogían.
Estas dos estadías se produjeron cuando José María Arguedas tenía 17 y 24 años respectivamente: la primera como estudiante del Colegio Santa Isabel y la segunda de la Universidad de San Marcos, en momentos importantes de su formación personal e intelectual. La relación de Arguedas con el Valle del Mantaro no fue pues lejana ni éste fue un simple objeto de estudio para él. Cuando en la década del cincuenta realizó en este escenario los estudios antropológicos que marcarían fuertemente su concepción del mestizaje como la vía a través de la cual podría producirse la integración de la sociedad peruana no era un forastero ni un investigador aséptico frente a una realidad exótica. Huancayo y el valle del Mantaro eran parte de su experiencia biográfica y este hecho debió influir en sus análisis.
Los estudios sobre Huancayo y las comunidades de la sierra central
Las investigaciones de Arguedas sobre la región fueron realizadas a comienzos de los años cincuenta, a lo largo de cuatro estancias en el valle entre los años 1951 y 1955. El estudio sobre las comunidades del Valle del Mantaro, fue publicado originalmente en 1957 en el tomo XXVI de la Revista del Museo Nacional, mientras que su estudio sobre la feria de Huancayo fue redactado en 1956 como un informe escrito para la Oficina Nacional de Planeamiento que permaneció inédito hasta su publicación en un texto mimeografiado de la Universidad Nacional del Centro en 1977 gracias a la iniciativa de Manuel Baquerizo.
El primer estudio tiene un título de por sí bastante explícito: Evolución de las comunidades indígenas. El Valle del Mantaro y la ciudad de Huancayo: un caso de fusión de culturas no comprometidas por la acción de las instituciones de origen colonial. En él Arguedas parte constatando la existencia de una radical diferencia entre la realidad social del Valle del Mantaro en el momento cuando realiza sus observaciones y la imperante en las otras regiones de la sierra que él conocía. A pesar de que hasta inicios del siglo XX la cultura de la población que habitaba el valle no difería sustancialmente de la de otros valles interandinos del sur, como Ayacucho, Andahuaylas y el Vilcanota, donde indios, mestizos y blancos estaban claramente diferenciados por la conducta, las costumbres y la lengua, las bases económicas y sociales del Mantaro eran muy diferentes:
«En lo económico y lo social —afirma—, el indio del Mantaro conservó un status diferente que el de los otros valles. En ninguna de las informaciones de que podemos disponer aparece que estos indios estuvieron al servicio de blancos y mestizos, mediante instituciones feudales como la del pongaje, el colonazgo y el yanaconaje, ni que, por lo tanto, entre indios, mestizos y blancos se hubiera establecido el tipo de relaciones que el régimen de tales relaciones comprendió, relación de imperio feudal, establecimiento de un status que significaba diferenciación que comprometía la propia naturaleza humana, como ocurrió y ocurre en el Cuzco, donde señores e indios parecen aceptar diferencias que comprometen la propia naturaleza de las personas y no únicamente su condición socioeconómica».
Arguedas considera que debe rastrearse los orígenes de esta especialísima situación de la población indígena en determinados hechos históricos cuyos orígenes se remontan a la conquista española. «El hecho, realmente asombroso, de que el indio hubiera mantenido una posición excepcionalmente elevada, un status especial, en este valle, singularmente rico y laborable, igualmente accesible o más accesible aún, que otros tan alejados de la costa, como los de Apurímac o Cusco, en los cuales el señorío feudal hispánico se impuso con más absolutismo y rigor que en la Península, este hecho no podía ser sino el resultado de una igualmente excepcional correlación de las determinantes históricas que impulsaron el cuadro general de la evolución social en el Perú andino».
El primer hecho histórico que Arguedas considera relevante es el particular status alcanzado por los huancas debido a la alianza que concertaron con los españoles para combatir contra las tropas de Atahualpa, como aliados en la guerra contra un enemigo común. Este tema, originalmente tratado por Raúl Porras Barrenechea, en cuyos trabajos él se apoyó, fue ampliamente desarrollado años después por Waldemar Espinoza Soriano en su Historia del departamento de Junín. El segundo hecho significativo que Arguedas releva es la ausencia de minas que estimularan la instalación de españoles en el valle y ciertas dificultades que encontraron, como la carencia de madera para las construcciones y para leña —un motivo continuamente repetido por los cronistas coloniales en los cuales se apoya su estudio—. Estas circunstancias habrían propiciado, por una parte, un escaso asentamiento de población española durante la primera fase, un dominio sobre la población indígena ejercida por encomenderos absentistas, y la instalación tardía de españoles de condición socioeconómica modesta (artesanos, arrieros, agricultores, productores de jamón, etc.), en la segunda.
Como consecuencia de estas especiales circunstancias históricas, en el Valle del Mantaro no se habría producido el despojo de las tierras de los indios por los encomenderos ni el establecimiento de las relaciones de yanaconaje y servidumbre tan características de los otros valles internandinos. La ausencia de estas instituciones de tipo colonial sería, en última instancia, la explicación fundamental de la excepcional condición social de los indígenas del valle.
Esta situación repercutió, siguiendo el análisis arguediano, en el gran vigor de la cultura indígena en el valle, como lo consigna en su ensayo La sierra en el proceso de la cultura peruana: «ninguna región de la sierra —escribe— ha fortalecido tanto su personalidad cultural como el valle del Mantaro, cuya capital urbana y comercial es, sin duda, la ciudad de Huancayo». Pero este fortalecimiento de la personalidad cultural no significó el mantenimiento de la condición de sus pobladores como indios, sino su transformación en algo diferente: «La influencia de estos complejos factores transformaron al indígena del valle en el mestizo actual de habla española, sin desarraigarlo ni destruir su personalidad. Se produjo un proceso de transculturación en masa bajo el impulso de los más poderosos factores transformantes que en esta zona actuaron simultáneamente».
Ahora bien, en el estadío de reflexión en que estos estudios fueron redactados, la desindigenización no era un factor que Arguedas considerara una valla para la realización de los cambios sociales; por el contrario, ella era su mejor condición. Porque, aunque ello suene profundamente extraño, en ese momento, para él la superación de los problemas de la población indígena pasaba necesariamente por su desaparición como tal. La segregación cultural, «cruel, esterilizante, y anacrónica», desaparecería en la medida en que los indios se convirtieran en mestizos: «El indio se diluye en el Perú —llega a escribir— con una lentitud pavorosa. En México es ya una figura pequeña y pronto se habrá confundido con la gran nacionalidad. El caso del indio se ha convertido en el Perú en un problema de creciente gravedad. El proceso del mestizaje es, como ya dijimos, de una lentitud pavorosa» («El complejo cultural...»).
La preocupación que estos textos revelan por la lentitud del avance del mestizaje, entendido como el abandono de la condición de indio para convertirse en algo distinto, pasa en Arguedas por la convicción de que los indios deben asimilarse a la cultura dominante para poder usufructuar de la plena ciudadanía:
«En cuanto el indio, por circunstancias especiales, consigue comprender este aspecto de la cultura occidental [la racionalidad económica capitalista], en cuanto se arma de ella, procede como nosotros; se convierte en mestizo y en un factor de producción económica positiva. Toda su estructura cultural logra un reajuste completo sobre una base, un ‘eje’. Al cambiar, no ‘uno de los elementos superficiales de su cultura’ sino el fundamento mismo, el desconcierto que observamos en su cultura se nos presenta como ordenado, claro y lógico: es decir que su conducta se identifica con la nuestra. ¡Por haberse convertido en un individuo que realmente participa de nuestra cultura! Una conversión total, en la cual, naturalmente, algunos de los antiguos elementos seguirán influyendo como simples términos especificativos de su personalidad que en lo sustancial estará movida por incentivos, por ideales, semejantes a los nuestros. Tal es el caso de los ex indios del valle del Mantaro, provincias de Jauja, Concepción y Huancayo; primer caso de transculturación en masa que estudiamos someramente en las páginas iniciales del presente trabajo» («La sierra...»).
En estos textos, Arguedas sostiene que la difusión de la tecnología moderna, condición del progreso y desarrollo, tropieza con «la resistencia cultural del indio». Pero también juega un rol muy importante (mucho más grave del que se podría pensar a primera vista) el «conservadurismo colonial». Este elemento, puesto en segundo lugar en estos textos que pertenecen a los años 1952 y 1953, fue adquiriendo una creciente importancia durante los años siguientes, pasando a convertirse el factor explicativo fundamental en los dos textos mayores (que como ya dijimos pertenecen a 1956 y 1957) en los que Arguedas presentó los resultados de sus investigaciones en la región. Pero el señalamiento de la persistencia de los elementos coloniales, como el factor principal que podía explicar el atraso de las poblaciones indígenas, no puede identificarse en sus escritos con una revalorización de lo indígena por oposición a lo europeo, pues él considera tan negativa la tradición colonial hispánica como la indígena, cuya persistencia posibilita ésta:
«los más antiguos y concentrados focos de la cultura hispánica se han convertido en los más conservadores, no sólo de la tradición colonial sino de la quechua. La superposición, casi integración, de los sistemas de administración colonial e inca, tan hábilmente forjado en la Colonia, se nos presenta ahora como un instrumento de resistencia al desarrollo socioeconómico del Perú. Tal parece que se hace necesario romper todo lo que ha quedado de esa estructura y lo que ella representa para poner en marcha la potencialidad humana y económica de las regiones que han sido congeladas por el sistema, para incorporarlas a la producción y orden social contemporáneos» («La evolución...»).
La superioridad de Huancayo —modelo por el cual Arguedas no puede esconder su exaltado entusiasmo— y de Chiclayo, ciudad costeña cuyas potencialidades de desarrollo compara con los de la ciudad huanca, radica en que en ambos casos se trata de urbes de origen republicano, carentes de tradición colonial. La potencialidad de Huancayo, ciudad indígena por sus orígenes y desarrollo, según demuestra convincentemente, radica paradójicamente en el hecho de que su carácter indio impidió la consolidación de los elementos coloniales que en otras ciudades entorpecen el avance del proceso del mestizaje. No es por ser india, sino porque este hecho crea las condiciones más favorables para que deje de serlo, que ella tiene ventajas frente a las ciudades que en la época colonial alcanzaron un marcado esplendor. Huancayo actúa, afirma:
«en una zona que podríamos llamar de frontera; entre la capital, que es el más poderoso centro de difusión de la cultura occidental contemporánea y la extensa área sur, muy uniforme, que comienza en los límites de la provincia de Huancayo, y que está integrada por los departamentos de Huancavelica, Ayacucho y Apurímac, área inmensa donde la tradición hispanocolonial y quechuacolonial ejercen todavía su imperio».
Y la «cultura occidental contemporánea» que estas especiales circunstancias históricas pueden permitir que se difunda con rapidez (rompiendo la «pavorosa lentitud» del mestizaje), entendámonos, es simple y llanamente el capitalismo. Este está presente no sólo en el desarrollo de la producción para el mercado y la transición de la producción artesanal a industrial en las áreas de la producción de zapatos, textiles y ropa confeccionada que estudia con gran finura, sino, también, en la presencia de los «agentes externos» del cambio: tales como «las instituciones de ayuda internacional, en lo técnico y aún en lo económico, y nuevos organismos nacionales fundados con los mismos fines de cooperación internacional». Pero aún más claramente que en estos elementos objetivos, es en los cambios que ellos inducen en la subjetividad de los individuos que puede rastrearse la impronta del capitalismo como el horizonte de la redención del mundo indígena:
«el mestizo y el indio, o el hombre de abolengo de provincias, que llega a esta ciudad [Huancayo], no se encuentra en conflicto con ella; porque la masa indígena que allí acude o vive es autóctona en el fondo y no en lo exótico de los signos externos; y está, además, movida por el impulso de la actividad, del negocio, del espíritu moderno, que trasciende y estimula (...) Y llegada la oportunidad revivirá en la ciudad, sin vergüenza y públicamente, las fiestas de su pueblo, y podrá bailar en las calles a la usanza de su ayllu nativo o sumarse a las fiestas y bailes indígenas de la propia ciudad, pues no será un extraño a ellas. Y será un ciudadano, aun a la manera ínfima, pero real, de los barredores municipales que chacchan coca y conversan en quechua, a la madrugada, tendidos en las aceras de las calles, pero con la seguridad de que ha de recibir un salario que le permitirá, si lo deciden, entrar al restaurante `El Olímpico’, y sentarse a la mesa, cerca o al lado de un alto funcionario oficial, de un agente viajero o del propio prefecto del departamento, y libres, en todo momento, del temor de que alguien blanda un látigo sobre sus cabezas. Y podrán esperar, sin duda, cambiar de condición, para mejorar, porque la ciudad ofrece perspectivas para todos, sin exigir a nadie que reniegue de sus dioses para ser admitido en su recinto».
El mundo de las oportunidades abiertas para todos: la promesa que ofrecía el desarrollismo imperante a inicios de los cincuenta y que penetró con gran fuerza a través de la hegemonía del funcionalismo norteamericano en la orientación del recientemente fundado Departamento de Antropología de la Universidad San Marcos, donde Arguedas recibió su formación inicial como antropólogo. En las aulas sanmarquinas se reforzó su relación con una persona que, sin duda, tuvo un gran ascendiente en su producción intelectual de esa época, que lo ayudó en momentos críticos y que facilitó su trabajo apoyándolo para conseguir algunos de los nombramientos en puestos desde los que desarrolló su múltiple actividad: Luis E. Valcárcel. Para ese entonces, el místico credo indigenista de tintes rudamente antimestizos del autor de Tempestad en los Andes había dejado el paso a una posición que veía en el mestizaje la solución a los problemas de la población indígena, en la línea promovida por la antropología mexicana, desde el congreso indigenista de Patzcuaró. En el San Marcos de Valcárcel, donde Arguedas estudió, el funcionalismo norteamericano alcanzó su momento de gloria con el famoso proyecto Vicos. Sin forzar los términos, se podría afirmar que, en este período de su producción, Arguedas era un intelectual culturalmente colonizado.
La desilusión frente a la alternativa del mestizaje
Este enfoque de la cuestión de la integración nacional, vía el mestizaje, desapareció virtualmente en la producción de sus últimos años. El enfoque de un ensayo como La cultura: un patrimonio difícil de colonizar, publicado en Lima en 1966, después de denunciar la empresa de colonización cultural llevada adelante por las grandes potencias y el apoyo que ellas reciben por parte de sus socios de los grandes consorcios latinoamericanos, «ya no diremos —escribe— ‘colonizados’, sino identificados con los intereses, y, por tanto, con el tipo de vida, con las preferencias y conceptos con respecto del bien y del mal, de lo bello y de lo feo, de lo conveniente e inconveniente». Frente a este panorama, su posición es de una militante oposición, al mismo tiempo que una reafirmación de un optimismo igualmente militante con relación a la posibilidad de resistir la ofensiva:
«Como toda empresa antihumana, no tiene ésta las garantías del éxito y mucho menos en países como el Perú, donde los propios instrumentos que fortalecen la dominación económica y política determinan inevitablemente la apertura de nuevos canales para la difusión más vasta de las expresiones de la cultura tradicional y de su influencia nacionalizante».
¿Cuáles fueron las fuentes del radical cambio de Arguedas con relación a las expectativas que tenía con relación a la difusión de la cultura occidental, la desindigenización y la alternativa del mestizaje a principios de los cincuenta? Como hipótesis a trabajar, señalaríamos tres: en primer lugar, la observación de las consecuencias que la difusión de la cultura occidental tenía en las áreas fuertemente indígenas que tan bien conocía. En segundo lugar, la radicalización ideológica propiciada por la revolución cubana (Arguedas dejó el testimonio escrito de la forma cómo lo impresionó la experiencia que vivió en la isla embarcada en una revolución en páginas muy emotivas), y la oleada de movimientos insurreccionales que ésta inspiró, que le llevaron a recuperar el horizonte socialista que guiara su entusiasmo juvenil durante la segunda mitad de la década del treinta y que sería sometida a una dura prueba por el pacto de Stalin y Hitler, según lo testimonia su correspondencia con Manuel Moreno Jimeno, para ser borrada de su horizonte durante la siguiente década por la degeneración del Partido Comunista con el que ambos amigos cooperaron sin ser militantes. En tercer lugar, su condición de creador literario, que le permitió no renunciar a su intuición, su sensibilidad y su afectividad, elementos reñidos con una concepción positivista del «trabajo científico» (que exige poner entre paréntesis la subjetividad, como garantía de objetividad para acercarse a la realidad, ¡como si ello fuera posible!), pero que, en un país tan desafiante a nivel teórico como es el Perú, debido a su enorme complejidad, le permitió no encerrarse en los rígidos esquemas del funcionalismo norteamericano, en la década del cincuenta, ni limitarse a reemplazarlos por los del marxismo imitativo servil, en los hechos similarmente colonial, de la década siguiente.